Café Literario
Si el proceso de conformación de la identidad individual estriba en el cúmulo de experiencias adquiridas conjugado con la cantidad (y calidad) de la información mediante la cual aprendemos a interpretar la realidad que nos rodea, ¿es entonces válido suponer que, además de las condiciones familiares, económicas y ambientales bajo las cuales se desarrolla el individuo, la nacionalidad de éste influye también en su carácter, la visión de sí mismo y su confianza? Somos seres sociales, y como tales, el instinto de pertenencia tribal de los primeros grupos humanos perdura hasta nuestros días manifestado en núcleos concéntricos que bien pueden clasificarse desde lo familiar hasta la identidad colectiva de la nación a la que pertenecemos (sin dejar de lado aspectos económicos, de raza, cultura, religión, etc.). Si bien la personalidad individual se va desarrollando a partir de nuevas experiencias, también es cierto que existen elementos heredados que resultan igualmente determinantes en la escala de valores personales. Traslademos la atención a aquellos elementos correspondientes a la historia que precede al país al que pertenecemos, e infundamos de ésta al carácter colectivo de los ciudadanos; veremos entonces que las características esenciales de la historia pasada, remota o reciente, posee una determinada influencia sobre los pilares que sostienen la identidad individual, creando así características comunes que, en su conjunto, constituyen la identidad predominante de los pueblos. Así, los hijos de una nación conquistadora heredan el cariz de conquistadores, tal como en la infancia seguimos el modelo de conducta del círculo inmediato al que pertenecemos. De igual modo, una historia nacional de derrota, traición y deslealtad conlleva pesimismo y desconfianza en el carácter de sus herederos (predispuestos, además, a repetir la misma historia). Partiendo de la idea de que a la patria se la considera un arquetipo de virtud para exaltar el orgullo ciudadano, ¿es sano infundirle de un cariz incuestionable cuando la historia que precede a ésta influye en el
carácter de sus individuos, que a su vez es determinante en los mecanismos de convivencia social en los cuales se desarrollan? Si pudiéramos elegir en vez de heredar la identidad de nación a la cual pertenecemos, seríamos quizá más cuidadosos en juzgar la historia y sus protagonistas, tal como en la vida adulta juzgamos también a nuestros padres. No podemos elegir el lugar del mundo en el que habremos de nacer; el reto, sin embargo, estriba en ser capaces de construir un presente que redunde en el legado de una historia acorde al ideal social de una identidad patriótica virtuosa, congruente y verdadera.
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Si el proceso de conformación de la identidad individual estriba en el cúmulo de experiencias adquiridas conjugado con la cantidad (y calidad) de la información mediante la cual aprendemos a interpretar la realidad que nos rodea, ¿es entonces válido suponer que, además de las condiciones familiares, económicas y ambientales bajo las cuales se desarrolla el individuo, la nacionalidad de éste influye también en su carácter, la visión de sí mismo y su confianza? Somos seres sociales, y como tales, el instinto de pertenencia tribal de los primeros grupos humanos perdura hasta nuestros días manifestado en núcleos concéntricos que bien pueden clasificarse desde lo familiar hasta la identidad colectiva de la nación a la que pertenecemos (sin dejar de lado aspectos económicos, de raza, cultura, religión, etc.). Si bien la personalidad individual se va desarrollando a partir de nuevas experiencias, también es cierto que existen elementos heredados que resultan igualmente determinantes en la escala de valores personales. Traslademos la atención a aquellos elementos correspondientes a la historia que precede al país al que pertenecemos, e infundamos de ésta al carácter colectivo de los ciudadanos; veremos entonces que las características esenciales de la historia pasada, remota o reciente, posee una determinada influencia sobre los pilares que sostienen la identidad individual, creando así características comunes que, en su conjunto, constituyen la identidad predominante de los pueblos. Así, los hijos de una nación conquistadora heredan el cariz de conquistadores, tal como en la infancia seguimos el modelo de conducta del círculo inmediato al que pertenecemos. De igual modo, una historia nacional de derrota, traición y deslealtad conlleva pesimismo y desconfianza en el carácter de sus herederos (predispuestos, además, a repetir la misma historia). Partiendo de la idea de que a la patria se la considera un arquetipo de virtud para exaltar el orgullo ciudadano, ¿es sano infundirle de un cariz incuestionable cuando la historia que precede a ésta influye en el
carácter de sus individuos, que a su vez es determinante en los mecanismos de convivencia social en los cuales se desarrollan? Si pudiéramos elegir en vez de heredar la identidad de nación a la cual pertenecemos, seríamos quizá más cuidadosos en juzgar la historia y sus protagonistas, tal como en la vida adulta juzgamos también a nuestros padres. No podemos elegir el lugar del mundo en el que habremos de nacer; el reto, sin embargo, estriba en ser capaces de construir un presente que redunde en el legado de una historia acorde al ideal social de una identidad patriótica virtuosa, congruente y verdadera.
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