Café Literario
Visto a sí mismo como una entidad no transitoria, sino perdurable, el ser humano, de manera sistemática en cualquier época y geografía, ha depositado la finalidad de su existencia más allá del umbral de su tiempo y circunstancia física; proyecta no sólo el sentido del ser más allá de las barreras del mundo terrenal; concibe también mecanismos en cuya función reside una promesa compensatoria contrapuesta a las vicisitudes acumuladas a lo largo de su vida. Al paso de la historia de las civilizaciones hasta nuestros días, la relación intrínseca entre el individuo y su propia muerte ha quedado supeditada, y en algunos casos hasta institucionalizada, a la tradición espiritual que le compete y a pesar de las nulas evidencias (estadísticamente despreciables) sobre cualquier posibilidad de prolongación de la conciencia más allá del mundo físico. Sea un paraíso, un infierno o la cíclica reencarnación del alma, ninguna de estas posibilidades puede dejar de considerársele como algo distinto a una antigua tradición que, no obstante haber perdurado milenios, sería una equivocación considerarlos verdaderos sin contar antes con evidencias claras que sustenten dichas tesis por el simple hecho de representar una forma antigua de pensamiento. Hipótesis reconfortantes diseñadas para brindar alivio, no certeza, ante la anunciada finitud de nuestra existencia, no hacen sino trasladar a un espacio intangible el propósito de la existencia misma. No cabe duda que una buena parte del instinto de supervivencia del ser humano estriba en el manejo emocional de la inminencia de su muerte, y que el uso del mito como paradigma universal ha probado su efectividad en el plano individual y comunitario, en tanto su fundamento esté basado en la promesa de una vida mejor. Sin embargo, ¿no es ésta una forma de despreciar el mundo y la vida misma, lo que tenemos por seguro aquí y ahora? Si son el mito y la tradición espiritual medios para aliviar la inminencia de un destino despreciado, su finalidad fundamental se circunscribe entonces en la sola tarea de intuir el sentido oculto del instante de la muerte. Quizá, desprovistos de influencias culturales y costumbres religiosas, la búsqueda individual del significado de nuestra existencia se enfoque hacia la vida misma: Decidir con plena libertad para qué vivimos y lo que haremos con el tiempo que dispongamos de vida, bien puede resultar en una experiencia trascendental en la que la muerte juegue un papel igualmente primordial, pero en un terreno secundario.
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Visto a sí mismo como una entidad no transitoria, sino perdurable, el ser humano, de manera sistemática en cualquier época y geografía, ha depositado la finalidad de su existencia más allá del umbral de su tiempo y circunstancia física; proyecta no sólo el sentido del ser más allá de las barreras del mundo terrenal; concibe también mecanismos en cuya función reside una promesa compensatoria contrapuesta a las vicisitudes acumuladas a lo largo de su vida. Al paso de la historia de las civilizaciones hasta nuestros días, la relación intrínseca entre el individuo y su propia muerte ha quedado supeditada, y en algunos casos hasta institucionalizada, a la tradición espiritual que le compete y a pesar de las nulas evidencias (estadísticamente despreciables) sobre cualquier posibilidad de prolongación de la conciencia más allá del mundo físico. Sea un paraíso, un infierno o la cíclica reencarnación del alma, ninguna de estas posibilidades puede dejar de considerársele como algo distinto a una antigua tradición que, no obstante haber perdurado milenios, sería una equivocación considerarlos verdaderos sin contar antes con evidencias claras que sustenten dichas tesis por el simple hecho de representar una forma antigua de pensamiento. Hipótesis reconfortantes diseñadas para brindar alivio, no certeza, ante la anunciada finitud de nuestra existencia, no hacen sino trasladar a un espacio intangible el propósito de la existencia misma. No cabe duda que una buena parte del instinto de supervivencia del ser humano estriba en el manejo emocional de la inminencia de su muerte, y que el uso del mito como paradigma universal ha probado su efectividad en el plano individual y comunitario, en tanto su fundamento esté basado en la promesa de una vida mejor. Sin embargo, ¿no es ésta una forma de despreciar el mundo y la vida misma, lo que tenemos por seguro aquí y ahora? Si son el mito y la tradición espiritual medios para aliviar la inminencia de un destino despreciado, su finalidad fundamental se circunscribe entonces en la sola tarea de intuir el sentido oculto del instante de la muerte. Quizá, desprovistos de influencias culturales y costumbres religiosas, la búsqueda individual del significado de nuestra existencia se enfoque hacia la vida misma: Decidir con plena libertad para qué vivimos y lo que haremos con el tiempo que dispongamos de vida, bien puede resultar en una experiencia trascendental en la que la muerte juegue un papel igualmente primordial, pero en un terreno secundario.
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