«Es erróneo escribir sobre alguien
con quien no se ha compartido
al menos un poco de su vida»
Ryszard Kapuscinsky.
«The first casualty when war comes is truth»
Hiram Johnson, senador estadounidense.
Cementerio de Potocari. Quizá la tristeza y su posteridad paulatinamente usufructúan las rutas del corazón humano, ironiza fríamente impostergable con los sueños. Los pasos tímidamente a traspiés entre el húmedo sendero de tierra inmaculada con la sangre de las víctimas de la sinrazón y la venganza van tras el vaho de nuestras almas que penetran la inocua majestuosidad del frío atardecer donde todo tiempo es finito. Todo con un principio y un final.
Escribo tratando de postergar lo impostergable, pensando en lo que dijo Dylan Thomas : “Después de la primera muerte, ya no hay más”. Busco unir en vano cadenas de deseos, fructíferos anhelos convertidos en sutiles sueños, en besos, abrazos que jamás podremos dar.
Escucho un Alá Akbar –Dios es grande- en labios de una madre e intuyo los días demenciales, amargos, la solitaria fatiga de los designios olvidados. Me canso de ser lo que no fui.
Descubrir el Memorial de Potocari y el cementerio en que descansan los restos de 8.372 bosnios musulmanes, asesinados por paramilitares serbo-bosnios y voluntarios griegos en los alrededores de la ciudad de Srebrenica (Ciudad de Plata en serbocroata, enclavada en la región montañosa de Vlasenica cuya principal fuente de ingresos son las minas de sal y el balneario de Crni Guber), hace imposible no constatar lo que el dictador ruso Josef Stalin dijo: “Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es estadística”, y lo que la hipócrita política europea y estadounidense permitió mirando hacia otra parte.
Los anónimos muertos y sus anónimos asesinos se convierten en su propio contexto. El horror se convierte en algo absurdo. Huso Guster es sobreviviente del genocidio; huyó por las montañas con su hija y esposa cuando los paramilitares estaban a punto de tomar el pueblo. Ellas murieron en el camino bajo los disparos de los francotiradores. Huso Guster se exilió durante una época en Estados Unidos y actualmente vive en Sarajevo. Mientras sus compañeros –en su mayoría mujeres, viudas, esposas, madres de aquellos que están enterrados en el cementerio– comienzan las oraciones por sus muertos pienso que su caso se podría enmarcar bajo otros nombres, otros pueblos: el genocidio de iraquíes, indígenas mayas de Chiapas, palestinos, kosovares, chechenos, etc. Los sobrevivientes se buscan unos a otros, formando familias primitivas, acurrucándose en casas y en refugios improvisados en escuelas abandonadas, buscando seguridad y consuelo en unidades familiares precipitadamente improvisadas, caminando en interminables filas indias huyendo de una muerte segura bajo la lluvia, el frío, el polvo del camino inacabable.
Lo que más le duele a Huso y muchos de los suyos es lo incomprensible de la actitud mental basada en “no pensar, sólo hacer” de los cooperantes de los organismos humanitarios internacionales; en particular, la actitud de las fuerzas holandesas de la ONU, que los abandonaron a su suerte ante sus enemigos. Para él son mercenarios programados para salvar algunas vidas, pero cuando se acaban los contratos, o cuando la cosa se pone demasiado peligrosa, se van, sabiendo que tal vez la gente que han salvado al final será aniquilada.
Para él, la ayuda humanitaria no es más que una cortina de humo cuyo fin es ocultar los errores políticos que los organismos internacionales cometen con su inacción, y los estados lo aprovechan para ocultarse detrás de ella, utilizándola como vehículo de acción política; entonces pueden ser considerados como partes activas del conflicto. Sus palabras son el reflejo puro y duro de una triste realidad: los organismos internacionales han cometido graves errores –como los de Ruanda, la antigua Yugoslavia, Irak, Somalia, entre otros–, que al intentar paliarlos a largo plazo crean un problema mayor, porque han conseguido que el genocidio ya no parezca un crimen muy grave por el que los criminales deban ser perseguidos y juzgados.
Participo en silencio de las oraciones fúnebres de los sobrevivientes de Srebrenica y en el fondo no dejo de pensar en las palabras de Nelson Mandela que resumen, para mí, el principio del mal del que germina el odio y la desesperanza usada por los políticos corruptos de todo el mundo para disfrazar de “nacionalismo y seguridad nacional” los crímenes de lesa humanidad que día a día consumen el derecho a vivir de miles de personas en todo el planeta y que, a su vez, es un grito de justicia y esperanza: “En este nuevo siglo, millones de personas viven encarceladas, esclavizadas y encadenadas en los países más pobres del mundo. Están presas en la cárcel de la pobreza. Es hora de liberarlas”.
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Mauricio Chalons (Chiapas, 1970) Fotoperiodista y poeta, egresado del Club Fotográfico de México. Ha sido exposi tor en México y Chi le, colaborador en diversos medios impresos en México, Estados Unidos y actualmente en fotoperiodistes.org, en Cataluña, España; es además corresponsal de la revista The Billionaire, en Europa. Contacto: maikupresse@yahoo.fr
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