extracto del libro «El Mundo y Sus Demonios»
Excepto para los niños (que no saben lo suficiente como para dejar de hacer las preguntas importantes), pocos de nosotros dedicamos mucho tiempo a preguntarnos por qué la naturaleza es como es; de dónde viene el cosmos, o si siempre ha estado allí; si un día el tiempo irá hacia atrás y los efectos precederán a las causas; o si hay límites definitivos a lo que deben saber los humanos. Incluso hay niños, y he conocido algunos, que quieren saber cómo es un agujero negro, cuál es el pedazo más pequeño de materia, por qué recordamos el pasado y no el futuro, y por qué existe un universo.
De vez en cuando tengo la suerte de enseñar en una escuela infantil o elemental. Encuentro muchos niños que son científicos natos, aunque con el asombro muy acusado y el escepticismo muy suave. Son curiosos, tienen vigor intelectual. Se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces. Muestran un entusiasmo enorme. Me hacen preguntas sobre detalles. No han oído hablar nunca de la idea de una «pregunta estúpida».
Pero cuando hablo con estudiantes de instituto encuentro algo diferente. Memorizan «hechos» pero, en general, han perdido el placer del descubrimiento, de la vida que se oculta tras los hechos. Han perdido gran parte del asombro y adquirido muy poco escepticismo. Los preocupa hacer preguntas «estúpidas»; están dispuestos a aceptar respuestas inadecuadas; no plantean cuestiones de detalle; el aula se llena de miradas de reojo para valorar, segundo a segundo, la aprobación de sus compañeros. Vienen a clase con las preguntas escritas en un trozo de papel, que examinan subrepticiamente en espera de su turno y sin tener en cuenta la discusión que puedan haber planteado sus compañeros en aquel momento.
Ha ocurrido algo entre el primer curso y los cursos superiores, y no es sólo la adolescencia. Yo diría que es en parte la presión de los compañeros contra el que destaca (excepto en deportes); en parte que la sociedad predica la gratificación a corto plazo; en parte la impresión de que la ciencia o las matemáticas no le ayudan a uno a comprarse un coche deportivo; en parte que se espera poco de los estudiantes, y en parte que hay pocas recompensas o modelos para una discusión inteligente sobre ciencia y tecnología... o incluso para aprender porque sí. Los pocos que todavía muestran interés reciben el insulto de «bichos raros», «repelentes» o «empollones».
Pero hay algo más: he visto a muchos adultos que se enfadan cuando un niño les plantea preguntas científicas. ¿Por qué la luna es redonda?, preguntan los niños. ¿Por qué la hierba es verde? ¿Qué es un sueno? ¿Hasta qué profundidad se puede cavar un agujero? ¿Cuándo es el cumpleaños del mundo? ¿Por qué tenemos dedos en los pies? Demasiados padres y maestros contestan con irritación o ridiculización, o pasan rápidamente a otra cosa: «¿Cómo querías que fuera la luna, cuadrada?» Los niños reconocen en seguida que, por alguna razón, este tipo de preguntas enoja a los adultos. Unas cuantas experiencias más como ésta, y otro niño perdido para la ciencia. No entiendo por qué los adultos simulan saberlo todo ante un niño de seis años. ¿Qué tiene de malo admitir que no sabemos algo? ¿Es tan frágil nuestro orgullo?
Lo que es más, muchas de estas preguntas afectan a aspectos profundos de la ciencia, algunos todavía no resueltos del todo. Por qué la luna es redonda tiene que ver con el hecho de que la gravedad es una fuerza que tira hacia el centro de cualquier mundo y con lo resistentes que son las rocas. La hierba es verde a causa del pigmento de clorofila, desde luego —a todos nos han metido esto en la cabeza—, pero ¿por qué tienen clorofila las plantas? Parece una tontería, pues el sol produce su máxima energía en la parte amarilla y verde del espectro. ¿Por qué las plantas de todo el mundo rechazan la luz del sol en sus longitudes de onda más abundantes? Quizá sea la plasmación de un accidente de la antigua historia de la vida en la Tierra. Pero hay algo que todavía no entendemos sobre por qué la hierba es verde.
Hay mejores respuestas que decirle al niño que hacer preguntas profundas es una especie de pifia social. Si tenemos una idea de la respuesta, podemos intentar explicarla. Aunque el intento sea incompleto, sirve como reafirmación e infunde ánimo. Si no tenemos ni idea de la respuesta, podemos ir a la enciclopedia. Si no tenemos enciclopedia, podemos llevar al niño a la biblioteca. O podríamos decir: «No sé la respuesta. Quizá no la sepa nadie. A lo mejor, cuando seas mayor, lo descubrirás tú.»
Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por entender el mundo. No hay preguntas estúpidas.
Los niños listos que tienen curiosidad son un recurso nacional y mundial. Se los debe cuidar, mimar y animar. Pero no basta con el mero ánimo. También se les debe dar las herramientas esenciales para pensar.
[…] Pero aquí no hablo de producir una nueva generación de científicos y matemáticos de primera categoría, sino de la cultura científica del público en general.
El sesenta y tres por ciento de los adultos norteamericanos no son conscientes de que el último dinosaurio murió antes de que apareciera el primer humano; el setenta y cinco por ciento no sabe que los antibióticos matan a las bacterias pero no a los virus; el cincuenta y siete por ciento no sabe que los «electrones son más pequeños que los átomos». Las encuestas muestran que algo así como la mitad de los adultos de Estados Unidos no saben que la Tierra gira alrededor del Sol y tarda un año en hacerlo. En mis clases en la Universidad de Cornell he encontrado estudiantes brillantes que no saben que las estrellas salen y se ponen por la noche, o ni siquiera que el Sol es una estrella.
Debido a la ciencia ficción, el sistema educativo, la NASA y el rol que juega la ciencia en la sociedad, los estadounidenses están mucho más expuestos a la percepción copernicana que el humano medio. Una encuesta de 1993 realizada por la Asociación China de Ciencia y Tecnología revela que, como en Estados Unidos, no más de la mitad de personas en China sabe que la Tierra gira alrededor del Sol una vez al año. Podría ser muy bien, pues, que más de cuatro siglos y medio después de Copérnico, la mayor parte de la gente de la Tierra creyera todavía, en el fondo de su corazón, que nuestro planeta está inmóvil en el centro del universo y que somos profundamente «especiales».
Ésas son las preguntas típicas del «alfabetismo científico». Los resultados son desmoralizadores. Pero ¿qué es lo que miden? La memorización de afirmaciones autoritarias. Lo que deberían preguntar es cómo sabemos... que los antibióticos discriminan entre microbios, que los electrones son «más pequeños» que los átomos, que el Sol es una estrella a la que la Tierra da la vuelta una vez al año. Estas preguntas son una medida mucho más auténtica de la comprensión de la ciencia por parte del público, y los resultados de estas pruebas serían sin duda más descorazonadores todavía.
Si se acepta la verdad literal de todas las palabras de la Biblia, la Tierra tiene que ser plana. Lo mismo ocurre con el Corán. Por tanto, declarar que la Tierra es redonda equivale a decir que uno es ateo. En 1993, la autoridad religiosa suprema de Arabia Saudí, el jeque Abdel-Aziz Ibn Baaz, emitió un edicto, o fatwa, declarando que el mundo es plano. Todo el que crea que es redondo no cree en Dios y debe ser castigado. No deja de ser irónico que la lúcida evidencia de que la Tierra es una esfera, reunida por el astrónomo greco-egipcio del siglo II Claudio Tolomeo, fuese transmitida a Occidente por astrónomos musulmanes y árabes. En el siglo IX bautizaron al libro de Tolomeo en el que se demuestra la esfericidad de la Tierra como el Almagesto, «el más grande».
He conocido muchas personas que se sienten ofendidas por la evolución, que preferirían apasionadamente ser la obra artística personal de Dios que haber surgido del fango por fuerzas físicas y químicas ciegas desarrolladas durante eones. También suelen ser reacios a exponerse asiduamente a las pruebas. La evidencia tiene muy poco que ver con ellos: creen lo que desean que sea verdad. Sólo el nueve por ciento de los norteamericanos acepta el descubrimiento central de la biología moderna de que los seres humanos (y todas las demás especies) han evolucionado lentamente por procesos naturales de una serie de seres más antiguos sin que fuera necesaria la intervención divina en el camino. (Cuando se les pregunta simplemente si aceptan la evolución, el cuarenta y cinco por ciento de los norteamericanos dice que sí. La cantidad asciende al setenta por ciento en China.) Cuando se exhibió en Israel la película Parque Jurásico, algunos rabinos ortodoxos la condenaron porque aceptaba la evolución y enseñaba que los dinosaurios vivieron hace cien millones de años... cuando, como se establece claramente en el Rosh Hashonah y en toda ceremonia de boda judía, el universo tiene menos de seis mil anos de antigüedad. La prueba más clara de nuestra evolución puede encontrarse en nuestros genes. Pero la evolución sigue teniendo detractores, irónicamente entre aquellos cuyo propio ADN la proclama... en las escuelas, en los tribunales, en las editoriales de libros de texto, y en la cuestión de cuánto dolor podemos infligir a otros animales sin cruzar algún umbral ético.
[…]
Ser competente (es decir, conocer realmente la materia) en expresión verbal, matemáticas, ciencia e historia hoy en día no aumenta los ingresos de los jóvenes medios en los ocho años siguientes a su salida de la escuela, y la mayoría se emplean en empresas de servicios y no industriales.
Sin embargo, en los sectores productivos de la economía suele ser diferente. Hay fábricas de muebles, por ejemplo, que corren el riesgo de perder el negocio... no porque no haya clientes, sino porque muy pocos trabajadores al entrar son capaces de hacer operaciones aritméticas sencillas. Una importante compañía electrónica declara que el ochenta por ciento de los que aspiran a trabajar en ella no son capaces de superar una prueba matemática de quinto curso. Estados Unidos está perdiendo ya unos cuarenta mil millones de dólares al año (principalmente en descenso de productividad y el coste de educación para remediarlo) porque los trabajadores, en un grado excesivo, no saben leer, escribir, contar o pensar.
Según un informe del Comité Nacional de Ciencia de Estados Unidos de ciento treinta y nueve compañías de alta tecnología, las causas principales del declive de la investigación y el desarrollo que se atribuían a la política nacional eran: 1) carencia de una estrategia a largo plazo para afrontar el problema; 2) falta de atención a la preparación de futuros científicos e ingenieros; 3) demasiada inversión en «defensa» e insuficiente en investigación y desarrollo civil, y 4) poca atención a la educación preuniversitaria. La ignorancia se alimenta de ignorancia. La fobia a la ciencia es contagiosa.
Los que tienen la visión más favorable de la ciencia en Estados Unidos tienden a ser jóvenes varones blancos con educación universitaria y buen nivel de vida. Pero tres cuartas partes de los nuevos trabajadores norteamericanos de la próxima década serán mujeres no blancas e inmigrantes. No lograr despertar su entusiasmo —por no hablar de la discriminación— no sólo es injusto sino que es estúpido y contraproducente. Priva a la economía de los trabajadores preparados que necesita desesperadamente.
Los estudiantes afroamericanos e hispanos han mejorado sus resultados en las pruebas estándar de ciencia con relación a finales de la década de los sesenta, pero son los únicos. La diferencia media en matemáticas entre blancos y negros graduados sigue siendo grande en los cursos de enseñanza superior: de dos a tres niveles; pero la distancia entre los blancos de cursos de enseñanza superior de Estados Unidos y, por ejemplo, los de Japón, Canadá, Gran Bretaña o Finlandia es dos veces mayor (con los estadounidenses a la zaga). Si uno recibe poca motivación y poca educación, no sabrá mucho... no es ningún misterio. Los afroamericanos de las ciudades con padres educados en la universidad tienen el mismo nivel universitario que los blancos de las ciudades con padres de educación universitaria. Según algunas estadísticas, incluir a un niño pobre en un programa Head Start duplica sus posibilidades de conseguir un empleo más tarde en la vida; el que completa un programa Upward Bond tiene cuatro veces más posibilidades de conseguir una educación universitaria. Para ser sinceros, sabemos lo que hay que hacer.
¿Y en cuanto a la universidad? Hay una serie de pasos obvios: mejora de la condición basada en el éxito de la enseñanza y promoción de los profesores en base a la actuación de sus estudiantes en pruebas estandarizadas de doble ciego; sueldos para los profesores que se acerquen a lo que podrían cobrar en la industria; más becas, ayudas y equipo de laboratorio; programas imaginativos e inspiradores y libros de texto en que los principales miembros de la facultad tengan un papel principal; cursos de laboratorio como requisito para graduarse; y prestar atención especial a los que tradicionalmente se han apartado de la ciencia. También deberíamos animar a los mejores académicos de la ciencia a dedicar más tiempo a la educación pública: libros de texto, conferencias, artículos en periódicos y revistas, apariciones en televisión. Y podría valer la pena intentar un primer curso obligatorio sobre pensamiento escéptico y métodos científicos.
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Carl Sagan (E.E.U.U., 1934-1996) fue profesor de la cátedra David Duncan de Astronomía y Ciencias Espaciales en la Universidad de Cornell, responsable de misiones de la NASA como la Mariner, Viking, Voyager y Galileo, instructor de astronautas, genial divulgador científico, cofundador de la Sociedad Planetaria y gran activista escéptico contra las pseudociencias. Entre los numerosos premios que ha recibido se encuentran el Pullitzer, el Apollo, el Masursky y la medalla al Bienestar Público. El asteroide 2709 fue bautizado con su nombre.
SAGAN, Carl | El Mundo y Sus Demonios | Ed. Planeta | España | 1995 | pp. 305 - 315
SAGAN, Carl | El Mundo y Sus Demonios | Ed. Planeta | España | 1995 | pp. 305 - 315
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