por Andrés Briseño
Un hombre entró a la cantina donde yo tomaba una cerveza y me dijo, —Usted está muerto, lo acaba de atropellar un camión.
Con una carcajada aprobé el chiste. —Claro, y usted es san Pedro, supongo. —El hombre no se inmutó a pesar de que todos los asistentes corearon con risas mi respuesta.
—Comprendo que no me crea, pero es la verdad —dijo con el rostro serio— Al principio yo tampoco lo creía, pero al verlo a usted aquí…
La mano del desconocido buscó en la bolsa de su camisa.
—Tome, es suyo. Antes de morir me lo entregó para dárselo a usted mismo, que seguramente estaría en la cantina a estas horas. Me encargó mucho que trajera el recado; me dijo: entrégueme esto, así podré creerle lo que me pasó. Lo hizo de una forma tan sentida que no pude negarme.
Miré la mano del tipo y quedé boquiabierto. Era la fotografía de mi madre, la que siempre cargo en la cartera.
—¿No me está mintiendo? —le dije al hombre luego de darme cuenta que en mi billetera no había ninguna foto.
—Se lo juro por su cadáver —me dijo con la mano en el pecho.
Salí a toda prisa. Si lo que me había dicho era verdad, yo estaba muerto a cinco o seis cuadras de ahí. El corazón casi se me salía. ¿Sería posible? ¿Estaría soñando?
La calle estaba desierta en la noche solitaria. No había ni un solo indicio de accidente. Viejo mentiroso, pensé, por poco se la creo.
De pronto la gente empezó a acercarse. A lo lejos se escucho una sirena.
—Muévase un poco más a la derecha, joven —me grito una señora gorda desde la esquina— La cosa fue a mitad de la calle.
—¿Perdón? —exclame desconcertado.
—Que se mueva, por favor —contestaron desde un callejón.
Lo hice. Entonces ocurrió aquello. Un camión enorme salió de la nada, se abalanzó directo hacia mí. El impacto fue terrible, el dolor intenso, largo. Huesos y carne revueltos en una masa amorfa.
—Entrégueme esto —le dije al hombre de la cantina que ahora estaba a mi lado, de rodillas.
—Es una locura, nadie va a creerme —me dijo mientras tomaba la fotografía.
—No se preocupe —respondí con el último pedazo de vida que me quedaba— Esto fue lo que no sucedió; la verdad, ahora, no tiene importancia.
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Un hombre entró a la cantina donde yo tomaba una cerveza y me dijo, —Usted está muerto, lo acaba de atropellar un camión.
Con una carcajada aprobé el chiste. —Claro, y usted es san Pedro, supongo. —El hombre no se inmutó a pesar de que todos los asistentes corearon con risas mi respuesta.
—Comprendo que no me crea, pero es la verdad —dijo con el rostro serio— Al principio yo tampoco lo creía, pero al verlo a usted aquí…
La mano del desconocido buscó en la bolsa de su camisa.
—Tome, es suyo. Antes de morir me lo entregó para dárselo a usted mismo, que seguramente estaría en la cantina a estas horas. Me encargó mucho que trajera el recado; me dijo: entrégueme esto, así podré creerle lo que me pasó. Lo hizo de una forma tan sentida que no pude negarme.
Miré la mano del tipo y quedé boquiabierto. Era la fotografía de mi madre, la que siempre cargo en la cartera.
—¿No me está mintiendo? —le dije al hombre luego de darme cuenta que en mi billetera no había ninguna foto.
—Se lo juro por su cadáver —me dijo con la mano en el pecho.
Salí a toda prisa. Si lo que me había dicho era verdad, yo estaba muerto a cinco o seis cuadras de ahí. El corazón casi se me salía. ¿Sería posible? ¿Estaría soñando?
La calle estaba desierta en la noche solitaria. No había ni un solo indicio de accidente. Viejo mentiroso, pensé, por poco se la creo.
De pronto la gente empezó a acercarse. A lo lejos se escucho una sirena.
—Muévase un poco más a la derecha, joven —me grito una señora gorda desde la esquina— La cosa fue a mitad de la calle.
—¿Perdón? —exclame desconcertado.
—Que se mueva, por favor —contestaron desde un callejón.
Lo hice. Entonces ocurrió aquello. Un camión enorme salió de la nada, se abalanzó directo hacia mí. El impacto fue terrible, el dolor intenso, largo. Huesos y carne revueltos en una masa amorfa.
—Entrégueme esto —le dije al hombre de la cantina que ahora estaba a mi lado, de rodillas.
—Es una locura, nadie va a creerme —me dijo mientras tomaba la fotografía.
—No se preocupe —respondí con el último pedazo de vida que me quedaba— Esto fue lo que no sucedió; la verdad, ahora, no tiene importancia.
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Andrés Briseño Hernández (Jerez, Zac., 1981) Lic. en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha publicado en diversos diaros, y en 2001 en la antología Premio Trópico de Cáncer a la Creatividad Literaria, mismo que ganó en 2002. Publicó el libro Letras Blancas Letras Negras. En 2006 participó en el Taller Regional de Aguascalientes, impartido por Mario Bellatín.
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