Café literario
Adentrarnos en el terreno de la fe implica desprendernos de nociones y connotaciones que difícilmente daríamos por sentadas en el plano de la lógica, y sin embargo una aplastante mayoría de la población mundial se afirma seguidora de alguna religión en particular. En el hemisferio occidental, y más específicamente en los países latinoamericanos, la práctica del catolicismo y otras doctrinas derivadas del cristianismo representa incluso un papel crucial de la identidad cultural de los pueblos. No obstante haber sido impuesta por medio de métodos en ocasiones brutales, el apego de los pueblos conquistados a la fe traída por los europeos se mantiene hasta la fecha como una constante sociológica. ¿Se trató acaso de una aplastante victoria ideológica? ¿Eran aquéllos pueblos fácilmente influenciables? Más que apuntar hacia un sí o un no, la respuesta debe remitirnos a las características esenciales de las transiciones espirituales de los pueblos de la antigüedad: el mito y el ritual como piedras angulares del dogma de fe. Más que una conversión absoluta al catolicismo, el proceso de evangelización en Mesoamérica consistió en la transferencia de los elementos de una a otra fe por medio del mito representado en formas ritualísticas precolombinas. Si consideramos que, en términos estrictamente lingüísticos, el paganismo proviene de la denominación que se otorgaba a todo aquel que practicase una fe distinta de la cristiana en el siglo IV d.C., podemos inferir dos conclusiones directas: La primera, el uso de rituales precolombinos para rendir culto a dios en la actualidad implica el reconocimiento de una práctica religiosa pagana. La segunda conclusión nos lleva a determinar que la verdad última e irrefutable, en términos de fe, sería aquella dictada por el catolicismo. Esto debe conducirnos hacia una línea de pensamiento más profunda para cuestionar, sin ánimo de desacreditar, las bases simbólicas que sustentan argumentativamente una aseveración de tal magnitud: ¿De dónde provienen los mitos que demuestran (o cuando menos sugieren) la existencia de un dios único y verdadero? La mejor fuente de información se encuentra en el Antiguo y Nuevo Testamento, compuestos de textos que, según dicta la tradición, fueron escritos por inspiración del Espíritu Santo. Sin embargo, lo que podemos encontrar en ellos es, en resumidas cuentas, una muestra más de la transición de los dogmas de fe por medio del mito como metáfora existencial a lo largo de los tiempos. Ejemplo de ello es la fábula de Moisés. La historia que de él plasma el Antiguo Testamento fue escrita siglos antes por los Sumerios, en referencia al rey Sargón de Akkad, quien, como Moisés, fue depositado en un canasto de juncos y dejado a la deriva del río Éufrates, hasta que fue rescatado por quien habría de criarlo y adoptarlo para que cumpliera su destino. La misma clase de leyenda aplica a Perseo, arrojado al mar por su abuelo; y lo mismo sucede con Rómulo y Remo, arrojados al Tíber. Un ejemplo más se halla en el diluvio universal, que también forma parte de la historia sumeria: los dioses deciden destruir a la humanidad a causa de las muchas faltas cometidas por ésta, sin embargo el dios Enki advierte al rey Shuruppak y le ordena la construcción de una nave dónde salvaguardar a su familia, junto con animales y plantas de todas las clases. ¿No son éstas también nociones paganas? ¿A qué obedece entonces el apego a la fábula del pasado para adoptar el mito del presente? La respuesta quizá radique no tanto en el dictamen de una verdad religiosa única e irrefutable, sino en el espíritu de libertad de los pueblos sometidos ideológica y espiritualmente; en el instinto de conservación de la identidad histórica; o tal vez, simplemente, en el entramado de la psique humana proyectado una y otra vez en el mito universal.
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Adentrarnos en el terreno de la fe implica desprendernos de nociones y connotaciones que difícilmente daríamos por sentadas en el plano de la lógica, y sin embargo una aplastante mayoría de la población mundial se afirma seguidora de alguna religión en particular. En el hemisferio occidental, y más específicamente en los países latinoamericanos, la práctica del catolicismo y otras doctrinas derivadas del cristianismo representa incluso un papel crucial de la identidad cultural de los pueblos. No obstante haber sido impuesta por medio de métodos en ocasiones brutales, el apego de los pueblos conquistados a la fe traída por los europeos se mantiene hasta la fecha como una constante sociológica. ¿Se trató acaso de una aplastante victoria ideológica? ¿Eran aquéllos pueblos fácilmente influenciables? Más que apuntar hacia un sí o un no, la respuesta debe remitirnos a las características esenciales de las transiciones espirituales de los pueblos de la antigüedad: el mito y el ritual como piedras angulares del dogma de fe. Más que una conversión absoluta al catolicismo, el proceso de evangelización en Mesoamérica consistió en la transferencia de los elementos de una a otra fe por medio del mito representado en formas ritualísticas precolombinas. Si consideramos que, en términos estrictamente lingüísticos, el paganismo proviene de la denominación que se otorgaba a todo aquel que practicase una fe distinta de la cristiana en el siglo IV d.C., podemos inferir dos conclusiones directas: La primera, el uso de rituales precolombinos para rendir culto a dios en la actualidad implica el reconocimiento de una práctica religiosa pagana. La segunda conclusión nos lleva a determinar que la verdad última e irrefutable, en términos de fe, sería aquella dictada por el catolicismo. Esto debe conducirnos hacia una línea de pensamiento más profunda para cuestionar, sin ánimo de desacreditar, las bases simbólicas que sustentan argumentativamente una aseveración de tal magnitud: ¿De dónde provienen los mitos que demuestran (o cuando menos sugieren) la existencia de un dios único y verdadero? La mejor fuente de información se encuentra en el Antiguo y Nuevo Testamento, compuestos de textos que, según dicta la tradición, fueron escritos por inspiración del Espíritu Santo. Sin embargo, lo que podemos encontrar en ellos es, en resumidas cuentas, una muestra más de la transición de los dogmas de fe por medio del mito como metáfora existencial a lo largo de los tiempos. Ejemplo de ello es la fábula de Moisés. La historia que de él plasma el Antiguo Testamento fue escrita siglos antes por los Sumerios, en referencia al rey Sargón de Akkad, quien, como Moisés, fue depositado en un canasto de juncos y dejado a la deriva del río Éufrates, hasta que fue rescatado por quien habría de criarlo y adoptarlo para que cumpliera su destino. La misma clase de leyenda aplica a Perseo, arrojado al mar por su abuelo; y lo mismo sucede con Rómulo y Remo, arrojados al Tíber. Un ejemplo más se halla en el diluvio universal, que también forma parte de la historia sumeria: los dioses deciden destruir a la humanidad a causa de las muchas faltas cometidas por ésta, sin embargo el dios Enki advierte al rey Shuruppak y le ordena la construcción de una nave dónde salvaguardar a su familia, junto con animales y plantas de todas las clases. ¿No son éstas también nociones paganas? ¿A qué obedece entonces el apego a la fábula del pasado para adoptar el mito del presente? La respuesta quizá radique no tanto en el dictamen de una verdad religiosa única e irrefutable, sino en el espíritu de libertad de los pueblos sometidos ideológica y espiritualmente; en el instinto de conservación de la identidad histórica; o tal vez, simplemente, en el entramado de la psique humana proyectado una y otra vez en el mito universal.
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