enviado por Verenice Naranjo
I
OJOS CON PECES AZULES Y AMARILLOS
El ojo es la imagen que se alimenta de imágenes
crea visiones para solazarse, luego las devora...
cuando no se entretiene atrapando figuras
anda descalzo por las palabras.
El ojo hace alquimia cuando despierta colores
resbala por arcos y líneas,
se detiene en texturas,
adentra profundidades.
El ojo roza el fuego del sol,
se hunde en el agua,
alcanza las constelaciones.
El ojo descubre mentiras,
prevé, aventura, adivina.
El ojo es sabio, no tiene prejuicio
no elige, sólo sabe ver.
Imagínese la sabiduría de dos ojos juntos.
Dos ojos son las raíces y las ramas de millones de árboles,
son todos los peces nacidos en los océanos moviéndose al unísono,
dos ojos son el rastro de todas nuestras generaciones:
son el brillo del agua que heredamos. Que heredaremos.
Los ojos son líquido ámbar, agua y piedra de sol;
huella digital-espiral de ondas en movimiento
de los parientes que nunca llegaremos a descubrir
quiénes fueron,
son el verdadero eterno-árbol genealógico.
Los ojos son la luz que nunca se perdió,
son luz continua.
Los ojos son el sueño de alguien que soñó
en el origen de los orígenes.
Lo que se enamora en realidad no es uno,
es la luz de los ojos de uno
mis ojos viven enamorados de la luz de sus ojos de peces azules
y amarillos.
II
REDES DE LUZ
Son los ojos quienes se cruzan con la luz de otros ojos
y hacen sus propias decisiones, como por ejemplo,
optar por verse a diario y darse citas crepusculares.
Hay luces de ojos que se enamoran y desean ser espejos,
identifican su oficio de espejo,
volviendo necesaria e inminente la proximidad de la otra persona.
Por si fuera poco, los ojos un día descubren la sombra de su propia luz reflejada en otra piel.
Es cuando se torna irrenunciable la piel de la otra persona,
¿Alguna vez ha prestado atención a la sombra que proyecta su cuerpo en la piel de otra persona?
Haga la prueba y verá que si busca la sombra de su piel en otra piel,
percibirá que se trata de una evidente caricia entre la luz de unos ojos y la luz de otros ojos, ¿porque quiénes sino ellos son los que descubren estas sombras?
Existen sombras de todos colores.
He visto sombra de una iridiscencia dorada y multicolor como concha nácar
derramada sobre mi propia piel cuando la mira cierta persona,
al mismo tiempo he visto en la piel de esa persona
una sombra roja-anaranjada color fuego.
Son sombras de luz que sólo ven nuestros ojos.
Lo que se enamora en realidad no es uno,
es la luz de los ojos de uno.
Quienes se enamoran son las sombras de la luz de nuestros ojos
que se descubren en la otra piel.
III
LA LUZ DE LOS SUEÑOS
En los sueños hay luz. Los ojos necesitan luz,
para que presenciemos el milagro de observarles viendo.
Cuando soñamos,
hay una luz paralela a la luz de sol
que derrama claridad sobre nuestros ojos y nos permite ver.
Es obvio que los sueños son continuación de la realidad
en una dimensión iluminada de otra manera.
Para ver y buscar personas durante los sueños,
es preciso que conozcamos de memoria
la luz de los ojos de la otra persona.
Hecho esto, puede proceder a darse citas en sueños.
Funciona.
Si no puede lograrlo no sufra,
empiece por descubrir la luz de otros ojos durante el día,
cuando los ilumina la luz del sol.
Es un excelente inicio.
Lo que se enamora en realidad no es uno,
es la luz de los ojos de uno.
La luz de los ojos que saben darse cita en los sueños.
Lo sé bien. Lo sabemos.
__
··· Sencillo tributo, a la memoria de Octavio Paz y de Verónica Barale.
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Enviado por Verenice Naranjo G.
jueves, 29 de enero de 2009
miércoles, 28 de enero de 2009
Fallece el escritor John Updike
ANNA GRAU | NUEVA YORK | Martes, 27-01-09
John Updike ha muerto de cáncer de pulmón a los 76 años. Se detiene así una verdadera máquina de narrar, un motor incansable que desde que se puso en marcha ya no se detuvo nunca. Deja un legado de más de 50 libros que han tocado todos los palos imaginarios, desde la novela, que es el género que le consagró y le hizo ganar dos veces el premio Pulitzer, hasta la poesía, el cuento, el teatro, la autobiografía y el ensayo, incluso sobre golf. Hacía muchos años que se levantaba cada día muy temprano y escribía sin parar hasta la hora de comer. “No sé qué hacer con mis mañanas si no escribo”, confesaba. Con no poco humor atribuía parte de su prolífica creatividad al hecho de padecer psoriasis. ¿Cómo quien sugiere que escribir y rascar, todo es empezar?
Mucha retranca se agazapaba en esta modestia, una cualidad que a Updike le gustaba destacar de la revista donde publicó su primer poema con 22 años y donde siguió escribiendo hasta la muerte: su amadísimo The New Yorker. “No hay otra revista igual, con esa mezcla de limpieza, modestia, buen gusto, inteligencia e inocencia”, decía.
¿Será verdad que cuando describimos aquello que nos gusta, en realidad nos describimos a nosotros mismos? De todos los atributos anteriormente enunciados, el único que quizás echaríamos de menos para calificar el estilo o el alma -¿pero no son lo mismo?- de Updike sería la audacia.
Pero no era la suya una audacia de fuegos artificiales ni de efímeros petardos de provocación. No cabe en la cabeza de nadie comparar a todo un Updike con la rechinante hojarasca posmoderna. En Updike hay aliento, sustancia, médula. Una lucidez devastadora surcada de humanidad.
Sí se le ha comparado con éxito con el otro gran autor americano y mordaz de su tiempo, el látigo de la cultura judía Philip Roth. Updike sería algo así como el Philip Roth cristiano. Además de blanco, hombre y muy aficionado al adulterio, por lo menos en la ficción. Sus corrosivos frescos de una clase media americana se situarían en algún punto intermedio entre Chéjov y la tira cómica. Ser dibujante, por cierto, fue su primera vocación frustrada.
Estaba maravillosamente, gloriosamente pasado de moda. No tenía agente literario. Jamás cambió de editorial. Jamás dejó de escribir como un poseso. En 76 años no se le pasó por la cabeza vivir del cuento. Aunque le gustara hacer bromas del tipo que a veces miraba su inmensa obra acumulada ante sí y se sentía como un elefante contemplando una montaña de sus excrementos, su trabajo y su orgullo eran lo mismo. No podía dejar de escribir porque habría dejado de ser.
Muy pocos pueden presumir de haber escrito tan bien durante tanto tiempo. El nervio de su prosa nunca decayó, seguramente por lo mismo que nunca se agotó su curiosidad por lo nuevo. Así el hombre que literaturizó las posibles memorias de los padres de Hamlet, que creó “Las brujas de Eastwick” o que incubó la inolvidable saga de Harry “Conejo” Armstrong dio también a la imprenta “Terrorista”, respuesta literaria a los atentados del 11-S. Updike había presenciado horrorizado la caída de las Torres Gemelas desde Brooklyn junto a su mujer.
De ese horror salió la historia de Ahmed, un joven musulmán nacido en Estados Unidos, norteamericano al cien por cien, pero al que la marginalidad y el escándalo ante algunos falsos valores occidentales le encaminan hacia el terrorismo suicida. Updike tuvo el coraje de escribir esto desde el más profundo amor a su país: hasta el final se proclamó proamericano, orgulloso de serlo y convencido de que eso equivalía a amar la democracia sobre todas las cosas. Hasta en esto era de la vieja escuela.
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Fuente: ABC.es
John Updike ha muerto de cáncer de pulmón a los 76 años. Se detiene así una verdadera máquina de narrar, un motor incansable que desde que se puso en marcha ya no se detuvo nunca. Deja un legado de más de 50 libros que han tocado todos los palos imaginarios, desde la novela, que es el género que le consagró y le hizo ganar dos veces el premio Pulitzer, hasta la poesía, el cuento, el teatro, la autobiografía y el ensayo, incluso sobre golf. Hacía muchos años que se levantaba cada día muy temprano y escribía sin parar hasta la hora de comer. “No sé qué hacer con mis mañanas si no escribo”, confesaba. Con no poco humor atribuía parte de su prolífica creatividad al hecho de padecer psoriasis. ¿Cómo quien sugiere que escribir y rascar, todo es empezar?
Mucha retranca se agazapaba en esta modestia, una cualidad que a Updike le gustaba destacar de la revista donde publicó su primer poema con 22 años y donde siguió escribiendo hasta la muerte: su amadísimo The New Yorker. “No hay otra revista igual, con esa mezcla de limpieza, modestia, buen gusto, inteligencia e inocencia”, decía.
¿Será verdad que cuando describimos aquello que nos gusta, en realidad nos describimos a nosotros mismos? De todos los atributos anteriormente enunciados, el único que quizás echaríamos de menos para calificar el estilo o el alma -¿pero no son lo mismo?- de Updike sería la audacia.
Pero no era la suya una audacia de fuegos artificiales ni de efímeros petardos de provocación. No cabe en la cabeza de nadie comparar a todo un Updike con la rechinante hojarasca posmoderna. En Updike hay aliento, sustancia, médula. Una lucidez devastadora surcada de humanidad.
Sí se le ha comparado con éxito con el otro gran autor americano y mordaz de su tiempo, el látigo de la cultura judía Philip Roth. Updike sería algo así como el Philip Roth cristiano. Además de blanco, hombre y muy aficionado al adulterio, por lo menos en la ficción. Sus corrosivos frescos de una clase media americana se situarían en algún punto intermedio entre Chéjov y la tira cómica. Ser dibujante, por cierto, fue su primera vocación frustrada.
Estaba maravillosamente, gloriosamente pasado de moda. No tenía agente literario. Jamás cambió de editorial. Jamás dejó de escribir como un poseso. En 76 años no se le pasó por la cabeza vivir del cuento. Aunque le gustara hacer bromas del tipo que a veces miraba su inmensa obra acumulada ante sí y se sentía como un elefante contemplando una montaña de sus excrementos, su trabajo y su orgullo eran lo mismo. No podía dejar de escribir porque habría dejado de ser.
Muy pocos pueden presumir de haber escrito tan bien durante tanto tiempo. El nervio de su prosa nunca decayó, seguramente por lo mismo que nunca se agotó su curiosidad por lo nuevo. Así el hombre que literaturizó las posibles memorias de los padres de Hamlet, que creó “Las brujas de Eastwick” o que incubó la inolvidable saga de Harry “Conejo” Armstrong dio también a la imprenta “Terrorista”, respuesta literaria a los atentados del 11-S. Updike había presenciado horrorizado la caída de las Torres Gemelas desde Brooklyn junto a su mujer.
De ese horror salió la historia de Ahmed, un joven musulmán nacido en Estados Unidos, norteamericano al cien por cien, pero al que la marginalidad y el escándalo ante algunos falsos valores occidentales le encaminan hacia el terrorismo suicida. Updike tuvo el coraje de escribir esto desde el más profundo amor a su país: hasta el final se proclamó proamericano, orgulloso de serlo y convencido de que eso equivalía a amar la democracia sobre todas las cosas. Hasta en esto era de la vieja escuela.
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Fuente: ABC.es
Fallece el poeta y dramaturgo Manuel Capetillo
Enviado por Marta Muro
Notimex
Recordado por títulos como "Plaza de Santo Domingo", "Principio y fin de la puesta en escena" y el poemario "Paraíso perdido y recuperado", el poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y académico Manuel Capetillo, falleció en esta ciudad.
Manuel Capetillo Robles Gil, por su nombre completo, homónimo del matador de toros mexicano, murió a escasos días de cumplir 71 años de edad. Nació en esta metrópoli el 17 de diciembre de 1937.
Ingresó en dos ocasiones como monje en el Monasterio Benedictino de Santa María de la Resurrección, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, de 1957 a 1958 y de 1960 a 1962.
Finalmente optó por cursar estudios seculares en la Escuela Nacional de Arquitectura, entre 1963 y 1967.
Entre sus obras sobresalen los poemarios "Paraíso perdido y recobrado" (1994), "El canto de la palabra" (1995) y "La espiral del agua" (2000); los ensayos "Principio y fin de la puesta en escena" (1995), "Límites" y "La muerte de Virgilio" (1999).
También es autor de los relatos "El retorno de Andrés y otros viajes" (1996); las novelas "Plaza de Santo Domingo" (1977), "Plaza de Santa María" (1984) y "El final de los tiempos" (1993); la obra dramática "Los experimentos" (1971), con la que obtuvo una mención honorífica en el Premio Internacional de Teatro "León Felipe", en 1970.
Escribió los guiones cinematográficos "R.S.V.P." (1971) y "La visitante" (1988), así como una innumerable cantidad de artículos periodísticos en publicaciones como "Plural", "Vuelta", "Revis a de la Universidad", "Siempre!", "Novedades", "Excélsior" y "La Jornada".
Fue integrante del Sistema Nacional de Creadores de Arte entre 1993 y el 2000, y a partir de este último año se convirtió en becario honorario de dicho sistema. Además, fue también becario del Centro Mexicano de Escritores de 1972 a 1973.
Capetillo se destacó, como académico en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro, perteneciente a la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Participó como ponente en diversas mesas redondas y conferencias organizadas por el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).
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Fuente: Excelsior on line
Notimex
Recordado por títulos como "Plaza de Santo Domingo", "Principio y fin de la puesta en escena" y el poemario "Paraíso perdido y recuperado", el poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y académico Manuel Capetillo, falleció en esta ciudad.
Manuel Capetillo Robles Gil, por su nombre completo, homónimo del matador de toros mexicano, murió a escasos días de cumplir 71 años de edad. Nació en esta metrópoli el 17 de diciembre de 1937.
Ingresó en dos ocasiones como monje en el Monasterio Benedictino de Santa María de la Resurrección, en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, de 1957 a 1958 y de 1960 a 1962.
Finalmente optó por cursar estudios seculares en la Escuela Nacional de Arquitectura, entre 1963 y 1967.
Entre sus obras sobresalen los poemarios "Paraíso perdido y recobrado" (1994), "El canto de la palabra" (1995) y "La espiral del agua" (2000); los ensayos "Principio y fin de la puesta en escena" (1995), "Límites" y "La muerte de Virgilio" (1999).
También es autor de los relatos "El retorno de Andrés y otros viajes" (1996); las novelas "Plaza de Santo Domingo" (1977), "Plaza de Santa María" (1984) y "El final de los tiempos" (1993); la obra dramática "Los experimentos" (1971), con la que obtuvo una mención honorífica en el Premio Internacional de Teatro "León Felipe", en 1970.
Escribió los guiones cinematográficos "R.S.V.P." (1971) y "La visitante" (1988), así como una innumerable cantidad de artículos periodísticos en publicaciones como "Plural", "Vuelta", "Revis a de la Universidad", "Siempre!", "Novedades", "Excélsior" y "La Jornada".
Fue integrante del Sistema Nacional de Creadores de Arte entre 1993 y el 2000, y a partir de este último año se convirtió en becario honorario de dicho sistema. Además, fue también becario del Centro Mexicano de Escritores de 1972 a 1973.
Capetillo se destacó, como académico en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro, perteneciente a la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Participó como ponente en diversas mesas redondas y conferencias organizadas por el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).
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Fuente: Excelsior on line
jueves, 22 de enero de 2009
Bush, Obama: deportes, lenguaje.
por Colin McGinn
publicado en Colin McGinn Blog
Nuestro nuevo presidente [Obama] posee habilidades literarias y atléticas. No sólo es capaz de escribir y hablar de manera elocuente y con buena gramática (su discurso inaugural fue meticulosamente estructurado); es también habilidoso en la cancha de basketbol, tiene buena coordinación y sentido del balón. Su predecesor era notoriamente torpe en el lenguaje; hablaba como si el lenguaje fuera una enfermedad de la cual estaba tratando de recuperarse (con frecuencia me preguntaba qué tan malos son su deletreo y su gramática). Sus actividades atléticas parecen reducidas a correr y hacer ciclismo de montaña, ninguna de las cuales requieren de demasiado talento o habilidad. Su padre juega al tenis razonablemente bien, y el hijo tuvo que haber estado en contacto con el juego en su infancia —aún así nunca hemos oído de George W. Bush en la cancha de tenis—. Sospecho que sus preferencias atléticas reflejan una simple falta de a) talento, y b) dedicación. Existe una fuerte diferencia de habilidades entre los dos presidentes —tanto de lenguaje como atléticas—. Considero que esto nos dice mucho sobre ambos —sobre sus habilidades naturales, su capacidad para el trabajo duro y concentración, su nivel de confianza, su forma de tratar a otros—. Obama, como basketbolista, tuvo que aprender a trabajar con otros; Bush simplemente se apartó por su cuenta. Obama estudió y explotó el poder del lenguaje; Bush parece odiar el lenguaje, o al menos no forma parte de su lado bueno. Por encima de todo, veo en Obama todas las virtudes de una habilidad meticulosamente adquirida —intelectual y atlética—. En Bush sólo vi torpeza e indolencia.
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publicado en Colin McGinn Blog
Nuestro nuevo presidente [Obama] posee habilidades literarias y atléticas. No sólo es capaz de escribir y hablar de manera elocuente y con buena gramática (su discurso inaugural fue meticulosamente estructurado); es también habilidoso en la cancha de basketbol, tiene buena coordinación y sentido del balón. Su predecesor era notoriamente torpe en el lenguaje; hablaba como si el lenguaje fuera una enfermedad de la cual estaba tratando de recuperarse (con frecuencia me preguntaba qué tan malos son su deletreo y su gramática). Sus actividades atléticas parecen reducidas a correr y hacer ciclismo de montaña, ninguna de las cuales requieren de demasiado talento o habilidad. Su padre juega al tenis razonablemente bien, y el hijo tuvo que haber estado en contacto con el juego en su infancia —aún así nunca hemos oído de George W. Bush en la cancha de tenis—. Sospecho que sus preferencias atléticas reflejan una simple falta de a) talento, y b) dedicación. Existe una fuerte diferencia de habilidades entre los dos presidentes —tanto de lenguaje como atléticas—. Considero que esto nos dice mucho sobre ambos —sobre sus habilidades naturales, su capacidad para el trabajo duro y concentración, su nivel de confianza, su forma de tratar a otros—. Obama, como basketbolista, tuvo que aprender a trabajar con otros; Bush simplemente se apartó por su cuenta. Obama estudió y explotó el poder del lenguaje; Bush parece odiar el lenguaje, o al menos no forma parte de su lado bueno. Por encima de todo, veo en Obama todas las virtudes de una habilidad meticulosamente adquirida —intelectual y atlética—. En Bush sólo vi torpeza e indolencia.
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Colin McGinn (Inglaterra, 1950 - ) Filósofo catedrático de la Universidad de Miami. Ha ocupado también puestos docentes en la Universidad de Oxford y Universidad de Rutgers. Se le reconoce por su trabajo en el campo de la filosofía de la mente, aunque sus publicaciones se enfocan al espectro de la filosofía moderna. Su título más destacado son sus memorias intelectuales: La Formación de un Filósofo: Mi Viaje a tavés de la Filosofía del Siglo XX (2002).
Traducción: Adrián Franco
Traducción: Adrián Franco
martes, 13 de enero de 2009
En Pro de la Crítica
por Friedrich Nietzsche
Ahora te parece error algo que antes amaste como verdad o como probabilidad al menos; lo desechas lejos de ti y crees que tu razón ha conseguido un triunfo. Pero tal vez entonces, cuando eras otro —siempre eres otro—, necesitabas de aquel error como de todas las verdades actuales; era en cierto sentido como una epidermis que te ocultaba muchas cosas que aún no convenía que vieras. Quien mató aquella opinión en ti fue tu vida nueva, no tu razón; no la necesitabas ya y se hundió en ella sola y de sus ruinas salió la sinrazón arrastrándose como un reptil. Al ejercitar nuestra crítica no hacemos nada caprichoso ni impersonal, demostramos que hay en nosotros fuerzas vivientes y activas que se despojan de una corteza. Negamos y es menester que neguemos, puesto que hay algo en nosotros que quiere vivir y afirmarse, algo que no conocemos, que no vemos todavía. Todo lo cual redunda en pro de la crítica.
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Ahora te parece error algo que antes amaste como verdad o como probabilidad al menos; lo desechas lejos de ti y crees que tu razón ha conseguido un triunfo. Pero tal vez entonces, cuando eras otro —siempre eres otro—, necesitabas de aquel error como de todas las verdades actuales; era en cierto sentido como una epidermis que te ocultaba muchas cosas que aún no convenía que vieras. Quien mató aquella opinión en ti fue tu vida nueva, no tu razón; no la necesitabas ya y se hundió en ella sola y de sus ruinas salió la sinrazón arrastrándose como un reptil. Al ejercitar nuestra crítica no hacemos nada caprichoso ni impersonal, demostramos que hay en nosotros fuerzas vivientes y activas que se despojan de una corteza. Negamos y es menester que neguemos, puesto que hay algo en nosotros que quiere vivir y afirmarse, algo que no conocemos, que no vemos todavía. Todo lo cual redunda en pro de la crítica.
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NIETZSCHE, Friedrich | La Gaya Ciencia | Ed. Alba Libros S.L. | España | 1999 | p. 149
La Sombra en la Historia y la Literatura
por Anthony Stevens
Extracto del libro Archetipes: A Natural History of The Self
A lo largo de la historia de la cristiandad el miedo a «caer» en la iniquidad se ha expresado como temor a «ser poseído» por los poderes de la oscuridad. Los cuentos de vampiros y de hombres lobo —que posiblemente han acompañado a la historia de la humanidad desde tiempos ancestrales y cuya versión más reciente es el Conde Drácula de Bram Stoker— despiertan, al mismo tiempo, nuestra fascinación y nuestro horror.
Quizás el ejemplo más famoso de posesión nos lo proporcione la leyenda de Fausto quien, hastiado de llevar una virtuosa existencia académica, termina sellando un pacto con el mismo diablo. Hasta ese momento Fausto se había consagrado a una búsqueda denodada del conocimiento que terminó conduciéndole a un desarrollo unilateral de los aspectos intelectuales de su personalidad —con la consiguiente represión y «destierro» al inconsciente de gran parte del potencial de su Yo—. Como sucede habitualmente en tales casos la energía psíquica reprimida no tardó en reclamar su atención. Desafortunadamente, sin embargo, Fausto no entabló un diálogo con las figuras que emergen de su inconsciente ni se ocupó de llevar a cabo un paciente autoanálisis que le permitiera asimilar la sombra, sino que se abandonó, «cayó» y «terminó siendo poseído».
El problema es que Fausto creía que la solución a sus dificultades consistía en «más de lo mismo» —es decir, adquirir todavía más conocimiento— con lo cual no hizo más que perseverar obstinadamente en el viejo patrón neurótico. Cuando Fausto «personificó» a la sombra quedó fascinado por su luminosidad y, como sucedió también en el caso del Dr Jekyll —otro intelectual aquejado de un problema similar— sacrificó a su ego y sucumbió al hechizo de la sombra. A consecuencia de este error ambos cayeron en una situación temida por todos: Fausto terminó convirtiéndose en un bebedor y un libertino y Jekyll se transformó en el monstruoso Mr. Hyde.
En cierto sentido, la atracción que ejercen las figuras de Fausto y Mefisto —o de Jekyll y Hyde— dimana del hecho de que ambos encarnan un problema arquetípico y asumen la empresa heroica de llevar a cabo algo que el resto de los seres humanos eludimos constantemente. Nosotros, como Dorian Gray, optamos por mantener ocultas nuestras cualidades negativas —en la esperanza de que nadie descubrirá su existencia— mientras mostramos un rostro inocente al mundo (la persona); creemos que es posible vencer a la sombra, despojarnos de la ambigüedad moral, expiar el pecado de Adán y —de nuevo Uno con Dios— retornar al Jardín del Paraíso. Por ello inventamos Utopías, Eldorados o Shangrilas —lugares en los que la maldad es desconocida—, por ello nos consolamos con la fábula marxista o rousseauniana de que el mal no se aloja en nuestro interior sino que es fruto de una sociedad «corrupta» que nos mantiene encadenados y que basta con cambiar a la sociedad para erradicar el mal definitivamente de la faz de la Tierra.
La historia de Jekyll y de Fausto —al igual que el relato bíblico del pecado de Adán— son alegorías con moraleja que nos recuerdan la persistente realidad del mal y nos mantienen ligados a la tierra. Se trata de tres versiones diferentes del mismo tema arquetípico: un hombre, hastiado de su vida, decide ignorar las prohibiciones del superego, liberar a la sombra, encontrar el ánima, «conocerla» y vivir. Las tres, sin embargo, van demasiado lejos y cometen el pecado de hubris con lo cual terminan condenándose inexorablemente a nemesis. «El precio del pecado es la muerte».
La ansiedad que conllevan todas estas historias no es tanto el temor a ser descubiertos como a que el aspecto oscuro escape de nuestro control. Todos los relatos de ciencia ficción —cuyo prototipo hay que buscarlo en el Frankenstein de Mary Shelley— pretenden despertar el desasosiego del lector. En El Malestar de la Cultura, Freud ilustra claramente su profunda comprensión de este problema. Sin embargo, la época y las circunstancias vitales que le rodearon —clase media vienesa de fines del siglo XIX— le llevaron finalmente a concluir que la tan temida maldad —reprimida tanto por los hombres como por las mujeres— era de naturaleza estrictamente sexual. Su sistemático análisis de este aspecto de la sombra y el simultáneo declive del poder del superego judeocristiano terminaron expurgando a los demonios eróticos de nuestra cultura y allanaron el camino para que muchos contenidos de la sombra pudieran integrarse en la personalidad total del ser humano sin exigir a cambio el tributo del sentimiento de culpabilidad que tanto había afligido a las generaciones anteriores. Este excepcional ejemplo colectivo ilustra claramente el valor terapéutico que Jung atribuía al proceso analítico de reconocimiento e integración de los distintos componentes de la sombra.
No obstante, todavía nos resta exorcizar de la sombra un elemento tan poderoso como el deseo sexual pero de consecuencias mucho más devastadoras: el ansia de poder y destrucción. Resulta, cuanto menos, sorprendente que Freud —testigo de la Primera Guerra Mundial y de la posterior emergencia del fascismo— ignorase este componente. Mucho nos tememos que su omisión fuera la consecuencia de su firme determinación de que la teoría sexual terminara convirtiéndose en el concepto fundamental del psicoanálisis. («Mi querido Jung: Prométame que nunca abandonará la teoría sexual. Se trata del punto central de nuestra teoría. De él debemos hacer un dogma, un baluarte inexpugnable.») Anthony Storr hace la interesante sugerencia de que esta omisión también pudiera deberse al sentimiento de culpa de Freud respecto de la defección de Alfred Adler que precisamente había abandonado el movimiento psicoanalítico debido a su convicción de que en la etiología de la psicopatología humana el instinto de poder jugaba un papel mucho más importante que el deseo sexual.
En nuestro siglo, la necesidad de afrontar los componentes más brutales y destructivos de la sombra se ha convertido en el destino inexcusable de nuestra especie. Si no lo hacemos así no nos queda esperanza alguna de supervivencia. Este es realmente el problema de la sombra en la actualidad, ésta es —y con motivos— el verdadero origen de la «ansiedad universal» que nos aqueja. «Aún estamos a tiempo de detener el Apocalipsis —declara Konrad Lorenz— pero nuestra acción debe ser inmediata».
Nuestra época está atravesando un momento crítico de la historia de la humanidad y, si no nos aniquilamos a nosotros mismos y a la mayor parte de las especies de la faz de la tierra, la ontogenia terminará triunfando sobre la filogenia. Hacer consciente la sombra se ha convertido en nuestro imperativo biológico fundamental. El peso moral que conlleva esta inmensa tarea es mucho mayor que el que ha podido afrontar cualquier generación pretérita. En la actualidad, el destino del planeta y de todo nuestro sistema solar (ahora sabemos que somos los únicos seres sensibles en él) se halla en nuestras manos. Jung es el único de los grandes psicólogos de nuestra época que nos ha proporcionado un modelo conceptual útil para poder afrontar con éxito esta tarea. Su concepto de sombra sintetiza el trabajo de Adler y de Freud y su demostración de la tendencia del Yo a actualizarse los trasciende a ambos. Sólo podremos evitar la hecatombe si llegamos a un acuerdo consciente con la naturaleza y, en particular, con la naturaleza de la sombra.
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Extracto del libro Archetipes: A Natural History of The Self
A lo largo de la historia de la cristiandad el miedo a «caer» en la iniquidad se ha expresado como temor a «ser poseído» por los poderes de la oscuridad. Los cuentos de vampiros y de hombres lobo —que posiblemente han acompañado a la historia de la humanidad desde tiempos ancestrales y cuya versión más reciente es el Conde Drácula de Bram Stoker— despiertan, al mismo tiempo, nuestra fascinación y nuestro horror.
Quizás el ejemplo más famoso de posesión nos lo proporcione la leyenda de Fausto quien, hastiado de llevar una virtuosa existencia académica, termina sellando un pacto con el mismo diablo. Hasta ese momento Fausto se había consagrado a una búsqueda denodada del conocimiento que terminó conduciéndole a un desarrollo unilateral de los aspectos intelectuales de su personalidad —con la consiguiente represión y «destierro» al inconsciente de gran parte del potencial de su Yo—. Como sucede habitualmente en tales casos la energía psíquica reprimida no tardó en reclamar su atención. Desafortunadamente, sin embargo, Fausto no entabló un diálogo con las figuras que emergen de su inconsciente ni se ocupó de llevar a cabo un paciente autoanálisis que le permitiera asimilar la sombra, sino que se abandonó, «cayó» y «terminó siendo poseído».
El problema es que Fausto creía que la solución a sus dificultades consistía en «más de lo mismo» —es decir, adquirir todavía más conocimiento— con lo cual no hizo más que perseverar obstinadamente en el viejo patrón neurótico. Cuando Fausto «personificó» a la sombra quedó fascinado por su luminosidad y, como sucedió también en el caso del Dr Jekyll —otro intelectual aquejado de un problema similar— sacrificó a su ego y sucumbió al hechizo de la sombra. A consecuencia de este error ambos cayeron en una situación temida por todos: Fausto terminó convirtiéndose en un bebedor y un libertino y Jekyll se transformó en el monstruoso Mr. Hyde.
En cierto sentido, la atracción que ejercen las figuras de Fausto y Mefisto —o de Jekyll y Hyde— dimana del hecho de que ambos encarnan un problema arquetípico y asumen la empresa heroica de llevar a cabo algo que el resto de los seres humanos eludimos constantemente. Nosotros, como Dorian Gray, optamos por mantener ocultas nuestras cualidades negativas —en la esperanza de que nadie descubrirá su existencia— mientras mostramos un rostro inocente al mundo (la persona); creemos que es posible vencer a la sombra, despojarnos de la ambigüedad moral, expiar el pecado de Adán y —de nuevo Uno con Dios— retornar al Jardín del Paraíso. Por ello inventamos Utopías, Eldorados o Shangrilas —lugares en los que la maldad es desconocida—, por ello nos consolamos con la fábula marxista o rousseauniana de que el mal no se aloja en nuestro interior sino que es fruto de una sociedad «corrupta» que nos mantiene encadenados y que basta con cambiar a la sociedad para erradicar el mal definitivamente de la faz de la Tierra.
La historia de Jekyll y de Fausto —al igual que el relato bíblico del pecado de Adán— son alegorías con moraleja que nos recuerdan la persistente realidad del mal y nos mantienen ligados a la tierra. Se trata de tres versiones diferentes del mismo tema arquetípico: un hombre, hastiado de su vida, decide ignorar las prohibiciones del superego, liberar a la sombra, encontrar el ánima, «conocerla» y vivir. Las tres, sin embargo, van demasiado lejos y cometen el pecado de hubris con lo cual terminan condenándose inexorablemente a nemesis. «El precio del pecado es la muerte».
La ansiedad que conllevan todas estas historias no es tanto el temor a ser descubiertos como a que el aspecto oscuro escape de nuestro control. Todos los relatos de ciencia ficción —cuyo prototipo hay que buscarlo en el Frankenstein de Mary Shelley— pretenden despertar el desasosiego del lector. En El Malestar de la Cultura, Freud ilustra claramente su profunda comprensión de este problema. Sin embargo, la época y las circunstancias vitales que le rodearon —clase media vienesa de fines del siglo XIX— le llevaron finalmente a concluir que la tan temida maldad —reprimida tanto por los hombres como por las mujeres— era de naturaleza estrictamente sexual. Su sistemático análisis de este aspecto de la sombra y el simultáneo declive del poder del superego judeocristiano terminaron expurgando a los demonios eróticos de nuestra cultura y allanaron el camino para que muchos contenidos de la sombra pudieran integrarse en la personalidad total del ser humano sin exigir a cambio el tributo del sentimiento de culpabilidad que tanto había afligido a las generaciones anteriores. Este excepcional ejemplo colectivo ilustra claramente el valor terapéutico que Jung atribuía al proceso analítico de reconocimiento e integración de los distintos componentes de la sombra.
No obstante, todavía nos resta exorcizar de la sombra un elemento tan poderoso como el deseo sexual pero de consecuencias mucho más devastadoras: el ansia de poder y destrucción. Resulta, cuanto menos, sorprendente que Freud —testigo de la Primera Guerra Mundial y de la posterior emergencia del fascismo— ignorase este componente. Mucho nos tememos que su omisión fuera la consecuencia de su firme determinación de que la teoría sexual terminara convirtiéndose en el concepto fundamental del psicoanálisis. («Mi querido Jung: Prométame que nunca abandonará la teoría sexual. Se trata del punto central de nuestra teoría. De él debemos hacer un dogma, un baluarte inexpugnable.») Anthony Storr hace la interesante sugerencia de que esta omisión también pudiera deberse al sentimiento de culpa de Freud respecto de la defección de Alfred Adler que precisamente había abandonado el movimiento psicoanalítico debido a su convicción de que en la etiología de la psicopatología humana el instinto de poder jugaba un papel mucho más importante que el deseo sexual.
En nuestro siglo, la necesidad de afrontar los componentes más brutales y destructivos de la sombra se ha convertido en el destino inexcusable de nuestra especie. Si no lo hacemos así no nos queda esperanza alguna de supervivencia. Este es realmente el problema de la sombra en la actualidad, ésta es —y con motivos— el verdadero origen de la «ansiedad universal» que nos aqueja. «Aún estamos a tiempo de detener el Apocalipsis —declara Konrad Lorenz— pero nuestra acción debe ser inmediata».
Nuestra época está atravesando un momento crítico de la historia de la humanidad y, si no nos aniquilamos a nosotros mismos y a la mayor parte de las especies de la faz de la tierra, la ontogenia terminará triunfando sobre la filogenia. Hacer consciente la sombra se ha convertido en nuestro imperativo biológico fundamental. El peso moral que conlleva esta inmensa tarea es mucho mayor que el que ha podido afrontar cualquier generación pretérita. En la actualidad, el destino del planeta y de todo nuestro sistema solar (ahora sabemos que somos los únicos seres sensibles en él) se halla en nuestras manos. Jung es el único de los grandes psicólogos de nuestra época que nos ha proporcionado un modelo conceptual útil para poder afrontar con éxito esta tarea. Su concepto de sombra sintetiza el trabajo de Adler y de Freud y su demostración de la tendencia del Yo a actualizarse los trasciende a ambos. Sólo podremos evitar la hecatombe si llegamos a un acuerdo consciente con la naturaleza y, en particular, con la naturaleza de la sombra.
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Anthony Stevens. Nació y se educó en Inglaterra y estudió psicología y medicina en la Universidad de Oxford. Actualmente trabaja como psiquiatra y psicoterapeuta en Londres y en Devon, Inglaterra, donde combina su trabajo clínico con la literatura y la enseñanza. Es autor del libro Archetypes: A Natural History of the Self y The Roots of War: A Jungian Perspective.
Extracto del libro Archetipes: A Natural History of The Self, de Anthony Stevens.
Copyright © 1982 by D. Anthony Stevens
Extracto del libro Archetipes: A Natural History of The Self, de Anthony Stevens.
Copyright © 1982 by D. Anthony Stevens
viernes, 9 de enero de 2009
Un laberinto dentro del laberinto. El amor.
por José Antonio Marina
(extracto del libro La Inteligencia Fracasada)
El siguiente criterio parece definitivo: siento que amo a una persona por la alegría que experimento cuando está presente.
Ésta fue la definición que Spinoza dio del amor: «El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior» (Ética, III, prop. LIX). Ahora sí que parece que hemos dado en el clavo y con la clave. Si la alegría es la experiencia de que mis proyectos y fines se van realizando, amar a una persona es darse cuenta de que ella constituye la realización de mis metas, de que resulta imprescindible para la consecución de mis anhelos. Por eso ocupa un papel tan importante en la vida del amante: es su culminación.
Lo único que no me deja tranquilo es que una persona tan perspicaz como Kant ponía el amor en todo lo contrario. Amar no es el sentimiento que me une a aquellos que son imprescindibles para mis fines, sino que amo a una persona cuando sus fines se vuelven importantes para mí. En el concepto spinoziano de amor hay todavía un protagonismo exclusivo del Yo, del amor propio, que necesita ser aclarado porque a veces coexiste con sentimientos muy poco amorosos.
Un sádico puede sentir una gran alegría al someter a su víctima. Tal vez se reconozca irremediablemente sometido a su influjo, y hasta es posible que cumpla todos los demás criterios amorosos -interés, intensidad, desdicha por su ausencia, placer por su presencia-, pero la satisfacción tiene su origen en el sufrimiento de la otra persona. Y eso sólo puede llamarse amor si estamos dispuestos a confundir para siempre su significado.
Hay un efecto del amor más profundo que la alegría. Me refiero a esa plenitud un poco vaga que expresamos con frases tópicas como «da sentido a mi vida», «justifica mi existencia», y cosas así. Le dejo a Sartre que se lo cuente.
Ya he dicho que para Sartre la relación con el Otro aparece en la mirada, y en la mirada amenazante, sobre todo. El prójimo me mira y como tal retiene el secreto de mi ser. Sabe lo que soy. Así el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia: el prójimo me lleva ventaja. Este comienzo, que reduce el amor al amor de un avergonzado ontológico, lleva a un callejón sin salida, porque ante la capacidad del prójimo para anular mi propio ser sólo cabe adoptar dos posturas: volverme contra el prójimo, para, a mi vez, hacerle depender de mi mirada, o intentar asimilarme su libertad. Ésta es la solución amorosa. El amor va a librarme de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la relación con los demás.
Así se produce la gran transmutación, el gran sosiego. «En vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa protuberancia injustificada e injustificable que era nuestra existencia, en vez de sentirnos de más, sentimos ahora que esa existencia es recobrada y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta a la cual al mismo tiempo condiciona y que nosotros mismos queremos con nuestra propia libertad. Tal es el fondo de la alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentirnos justificados de existir.»
Para Sartre, este hermoso panorama es un espejismo, y la razón que da es muy curiosa. Para que el amor de otra persona justifique nuestro ser, debe mantenerse como subjetividad no complicada, como un ojo divino que desde su lejanía nos justifica amorosamente. Pero he aquí que ese ser amante, si verdaderamente ama, quiere ser, a su vez, amado. Y esto, a Sartre, le parece contradictorio. «Yo exijo que el otro me ame y pongo por obra todo para realizar mi proyecto; pero si el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo; yo exigía de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndose como pura subjetividad frente a mí; y desde que me ama, me experimenta como objeto y se abisma en su objetividad frente a mi subjetividad.»
Sospecho que Sartre fue un impostor.
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(extracto del libro La Inteligencia Fracasada)
El siguiente criterio parece definitivo: siento que amo a una persona por la alegría que experimento cuando está presente.
Ésta fue la definición que Spinoza dio del amor: «El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior» (Ética, III, prop. LIX). Ahora sí que parece que hemos dado en el clavo y con la clave. Si la alegría es la experiencia de que mis proyectos y fines se van realizando, amar a una persona es darse cuenta de que ella constituye la realización de mis metas, de que resulta imprescindible para la consecución de mis anhelos. Por eso ocupa un papel tan importante en la vida del amante: es su culminación.
Lo único que no me deja tranquilo es que una persona tan perspicaz como Kant ponía el amor en todo lo contrario. Amar no es el sentimiento que me une a aquellos que son imprescindibles para mis fines, sino que amo a una persona cuando sus fines se vuelven importantes para mí. En el concepto spinoziano de amor hay todavía un protagonismo exclusivo del Yo, del amor propio, que necesita ser aclarado porque a veces coexiste con sentimientos muy poco amorosos.
Un sádico puede sentir una gran alegría al someter a su víctima. Tal vez se reconozca irremediablemente sometido a su influjo, y hasta es posible que cumpla todos los demás criterios amorosos -interés, intensidad, desdicha por su ausencia, placer por su presencia-, pero la satisfacción tiene su origen en el sufrimiento de la otra persona. Y eso sólo puede llamarse amor si estamos dispuestos a confundir para siempre su significado.
Hay un efecto del amor más profundo que la alegría. Me refiero a esa plenitud un poco vaga que expresamos con frases tópicas como «da sentido a mi vida», «justifica mi existencia», y cosas así. Le dejo a Sartre que se lo cuente.
Ya he dicho que para Sartre la relación con el Otro aparece en la mirada, y en la mirada amenazante, sobre todo. El prójimo me mira y como tal retiene el secreto de mi ser. Sabe lo que soy. Así el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia: el prójimo me lleva ventaja. Este comienzo, que reduce el amor al amor de un avergonzado ontológico, lleva a un callejón sin salida, porque ante la capacidad del prójimo para anular mi propio ser sólo cabe adoptar dos posturas: volverme contra el prójimo, para, a mi vez, hacerle depender de mi mirada, o intentar asimilarme su libertad. Ésta es la solución amorosa. El amor va a librarme de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la relación con los demás.
Así se produce la gran transmutación, el gran sosiego. «En vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa protuberancia injustificada e injustificable que era nuestra existencia, en vez de sentirnos de más, sentimos ahora que esa existencia es recobrada y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta a la cual al mismo tiempo condiciona y que nosotros mismos queremos con nuestra propia libertad. Tal es el fondo de la alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentirnos justificados de existir.»
Para Sartre, este hermoso panorama es un espejismo, y la razón que da es muy curiosa. Para que el amor de otra persona justifique nuestro ser, debe mantenerse como subjetividad no complicada, como un ojo divino que desde su lejanía nos justifica amorosamente. Pero he aquí que ese ser amante, si verdaderamente ama, quiere ser, a su vez, amado. Y esto, a Sartre, le parece contradictorio. «Yo exijo que el otro me ame y pongo por obra todo para realizar mi proyecto; pero si el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo; yo exigía de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndose como pura subjetividad frente a mí; y desde que me ama, me experimenta como objeto y se abisma en su objetividad frente a mi subjetividad.»
Sospecho que Sartre fue un impostor.
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José Antonio Marina (España, 1939 - ) Catedrático excedente de filosofía en el instituto madrileño de La Cabrera, Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia, conferenciante y floricultor. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, teniendo por compañero a su amigo y también escritor Álvaro Pombo. Durante ese tiempo leyó apasionadamente a Unamuno, fundó varias revistas y dirigió varios grupos teatrales. Colabora en prensa (Suplemento cultural Crónica de El Mundo, El Semanal etc.), radio y televisión. En los últimos años ha participado en tertulias y debates en Radio Nacional de España. Ha escrito ensayos y artículos periodísticos. Paralelamente a su labor ensayística, Marina se encuentra comprometido con el proyecto de impulsar una "movilización educativa" cuyo propósito es involucrar a toda la sociedad española en la tarea de mejorar la educación mediante un cambio cultural que aproveche la preocupación, la generosidad, la energía y el talento de miles de personas dispuestas a colaborar.
MARINA, José Antonio | La inteligencia Fracasada | Ed. Anagrama | España | 2004
MARINA, José Antonio | La inteligencia Fracasada | Ed. Anagrama | España | 2004
jueves, 8 de enero de 2009
La Mentalidad Chauvinista
por Susan Griffin
Debemos profundizar en «la mentalidad chauvinista» que ha definido el uso del término hombre para referirse a todo el género humano -excluyendo a la mujer- y descrifrar cuál es la imagen de mujer, de «negro» o de «judío» que tienen en su mente. Esta es la razón que me induce a escribir sobre la pornografía. La pornografía -que, en palabras de la poetisa Judy Grahn, es la «poética de la opresión»- es la mitología de esa mentalidad. Si logramos comprender las imágenes que pueblan ese tipo de mentalidad podremos cartografiar su orografía y llegar incluso a predecir los caminos que se abren ante ella.
Este es un asunto de capital importancia ya que, hechizados por dicha mentalidad -una mentalidad, por otra parte, de la que todos participamos en una u otra medida- creemos que lo que nos ocurre es fruto de nuestro destino. Es por ello que hemos llegado a considerar que algunas de las plagas que asolan a nuestra civilización -como la rapiña o el holocausto, por ejemplo- forman parte de nuestro sino. Creemos que hay algo oscuro y tenebroso en el alma humana que ocasiona la violencia hacia nosotros mismos y hacia los demás. Culpamos a nuestra naturaleza -y a la naturaleza en general- de las decisiones tomadas por la cultura. Sin embargo, cuando observamos más detenidamente el sentido de la pornografía nos damos cuenta, por el contrario, de que la cultura no sólo ha rechazado con violencia a la naturaleza sino que, con mucha frecuencia, ha adoptado ante ella una actitud revanchista.
A medida que vayamos estudiando las imágenes que nos proporciona la mentalidad pornográfica iremos comprendiendo el sentido de su iconografía. Veremos así que, en la pornografía, el cuerpo atado, sometido, maltratado e incluso asesinado de la mujer son símbolos del poder de la naturaleza, un poder temido y odiado por la mentalidad pornográfica. Descubriremos también que para la mentalidad pornográfica «la mujer» representa -como el «judío» para el antisemita o el «negro» para el racista- la parte escindida de su alma, esa dimensión de su ser que preferiría negar y relegar al olvido, y comprenderemos que el reconocimiento de esa parte escindida de su alma conlleva la recuperación de eros.
Tanto la iglesia como la pornografía han elegido la misma víctima para proyectar este conocimiento reprimido. Ambas modalidades culturales han desdibujado cuidadosamente la verdadera naturaleza del ser de la mujer y la han convertido en una pantalla en blanco sobre la cual proyectar todo aquello que los hombres niegan de sí mismos. Pero la mujer, como veremos, no es una víctima accidental. El cuerpo de la mujer evoca el tipo de autoconocimiento que el hombre no quiere afrontar y, por consiguiente, lo teme sin comprender que tiene miedo de lo que la mujer despierta en él. De este modo termina convenciéndose de que la mujer es el mal. Como dijo Karen Horney: «Todo hombre intenta desembarazarse de su miedo a la mujer convirtiéndola en un objeto». En este sentido la pornografía constituye el ejemplo más palpable de esa «objetivación». Escuchemos las palabras de Sade: la mujer es «una criatura miserable, siempre inferior, menos elegante que el hombre, menos ingeniosa, menos inteligente que él... su repugnante forma es precisamente todo lo opuesto de lo que gusta y complace a un hombre... una tirana,... sucia y peligrosa...»
El pornógrafo, al igual que el sacerdote, odia y rechaza a una parte de sí mismo. Ambos repudian el mundo físico y su propia materialidad, ambos desprecian el conocimiento de su propio cuerpo. Su tentativa, sin embargo, está condenada al fracaso porque sus mismos deseos les recuerdan continuamente el cuerpo. Así pretende despojarse de un aspecto de sí mismo que, por otra parte, desea. Está atrapado en una contradicción insalvable, odiar, temer y aborrecer lo que anhela. Su lucha es interna pero, en lugar de ello, cree que su lucha es contra la mujer. Por ello proyecta en el cuerpo de ésta todo su temor y todo su deseo. Al igual que ocurre con la ramera de Babilonia en la iconografía católica, el cuerpo de la mujer atrae al pornógrafo y al mismo tiempo despierta su desdén.
En un folleto publicitario podemos ver dos imágenes familiares representando un drama ancestral. Un espantoso negro amenaza a una voluptuosa blanca. El vestido de la mujer parece desgarrado y entre los jirones de su falda asoma la desnudez de un muslo. Su blusa descompuesta muestra también sus hombros al aire. La mujer escapa mirando con terror hacia atrás. El cuerpo del hombre es enorme y tiene el aspecto de un simio. La expresión de su rostro parece la encarnación misma de la brutalidad, la mezquindad y la lujuria. A pie de foto leemos «Conquista y educa» y sobre ella un texto que advierte al lector contra los peligros del adulterio.
En el núcleo de la imaginación del racista se oculta también una fantasía pornográfica: el espectro del mestizaje. La imagen de un hombre de tez oscura que trata de violar a una mujer rubia constituye la encarnación misma de lo que más aborrece el racista. Esta fantasía se apodera continuamente de su mente. Hay quienes afirman que la mentalidad racista utiliza las imágenes pornográficas para manipular la mente de los demás pero lo cierto es que las imágenes que utiliza parecen manipularle exclusivamente a él y, en esa medida, podemos sospechar que juegan un importante papel en la génesis de su ideología.
Sabemos que el sufrimiento que experimentan las mujeres en una cultura pornográfica es formal y cualitativamente diferente del que experimentan los negros en una sociedad racista o los judíos en una antisemita (y también sabemos que el desprecio hacia la homosexualidad afecta de manera diferente a la vida de mujeres y hombres al margen de los roles sexuales tradicionales). A pesar de todas estas diferencias, sin embargo, podemos observar fácilmente que la imagen de un hombre o una mujer de color que tiene el racista, la que tiene el antisemita de un judío y de una mujer el pornógrafo son muy parecidas entre sí. Las tres son creaciones de la misma mentalidad, la mentalidad chauvinista, una mentalidad que proyecta en los demás lo que teme de sí misma, una mente que se define en base a lo que odia.
Los negros son estúpidos, perezosos y animales. Las mujeres son irracionales, no piensan, están mucho más atadas a la tierra. Los judíos son avariciosos y retorcidos. Las prostitutas. Las ninfómanas. Los deseos carnales de las mujeres insaciables. Las vírgenes. Los esclavos dóciles. Los judíos afeminados y usureros. Los africanos, «comilones insaciables» lascivos y sucios. Las mujeres negras: «Esas mujeres, negras como el hollín, expertas en las artes de Venus que hacen del amor un arte y conceden sus favores sin ningún problema». Los judíos se entregan a orgías sexuales y practican el canibalismo. Los judíos y los negros están sexualmente superdotados. Así de sencillo.
El famoso materialismo del judío, el negro y la mujer. La mujer que despilfarra las tarjetas de crédito de su marido en sombreros. El negro que conduce un Cadillac mientras sus hijos se mueren de hambre. El judío prestamista que vende a su hija. «No hay nada más insoportable que una mujer rica» -dice Juvenal. En un texto pornográfico del siglo dieciocho el autor describe a su heroína diciendo que «tenía un ingenioso cerebro pequeño burgués» y en una novela pornográfica contemporánea el protagonista mata a su mujer porque «ella prefería a los chicos que conducen Cadillacs». El apetito insaciable. El negro que despoja de su trabajo al blanco o la mujer que se lo roba al hombre.
Una y otra vez, el chauvinista dibuja un retrato de los demás que sólo nos recuerda las partes que ha enajenado y ocultado de su propia mente. El otro tiene apetitos e instintos, el otro tiene un cuerpo, el otro lleva una vida emocional descontrolada. De este modo, después de negar ciertos aspectos de su Yo, la mentalidad chauvinista construye un falso Yo con el que identificarse.
Dondequiera que tropecemos con la idea racista de que el otro es un ser malo o inferior descubriremos también la presencia de un ideal racial que considera al propio Yo como algo superior, bueno y justo. Ese fue precisamente el ideal racial de los esclavistas sureños. Los blancos se consideraban a sí mismos los custodios de las mejores tradiciones de la civilización, el último baluarte de la cultura. Es por ello que la mentalidad aristocrática sureña estaba engalanada de pretensiones, dignidad, buenos modales y ceremonias de ascensión social.
El hombre sureño atribuyó todos los defectos a las mujeres y los hombres de color adjudicándose, al mismo tiempo, todas las virtudes. En su opinión era «caballeroso», «magnánimo» y con una «honestidad» que emanaba del «brillo de su poderosa e impávida mirada». Era honorable, responsable y, por encima de todo, un aristócrata.
El antisemita, por su parte, establece el mismo tipo de polaridades y se ve a sí mismo adornado con las virtudes del ario: atractivo, valiente, honesto, en una palabra superior, tanto física como moralmente. Esta polaridad, sin embargo, nos resulta muy familiar. Nuestro aprendizaje del ideal masculino -como opuesto al femenino- comienza casi desde el mismo momento del nacimiento. Se nos enseña muy pronto que los hombres son más inteligentes y más fuertes que las mujeres. El protagonista masculino de la iconografía pornográfica -el ario hitleriano, por ejemplo- disfruta de una honradez moral intrínseca que le permite comportarse de manera amoral con las mujeres. Desde su propio punto de vista él es el miembro más valioso de todas las especies. Como decía el marqués de Sade, «la carne de la mujer», como la «carne de cualquier hembra», es inferior.
La mentalidad chauvinista utiliza esta supuesta superioridad como excusa para explotar y esclavizar a quienes considera inferiores. Es por ello que algunos historiadores han llegado a la conclusión de que la ideología chauvinista existe únicamente para poder justificar la explotación. En nuestra opinión, sin embargo, este tipo de ideología tiene una razón de ser que parece consustancial a nuestra mente. Si investigamos más profundamente descubrimos que por encima de todo el chauvinista necesita creer en su propia mentira. No se trata pues tan sólo de una simple explotación social. En realidad, las mentiras de la mentalidad chauvinista nacen de donde nacen todas las mentiras, del deseo de escapar de la verdad. El chauvinista no puede afrontar el hecho de que se desprecia a sí mismo.
Esta es la razón por la que el chauvinista se niega obcecadamente a considerar siquiera la posibilidad de que el otro pueda ser igual que él. El chauvinista insiste, una y otra vez, en que él es muy diferente de los demás. Esta insistencia es el punto de partida y la esencia de todo su pensamiento. Hitler escribe con respecto a los orígenes de su antisemitismo:
La mentalidad chauvinista construye una imagen inventada de sí misma en la que representa al alma y al conocimiento de la cultura. De este modo, el objeto de su odio representa al Yo natural, al Yo rechazado, al Yo que contiene el conocimiento del cuerpo, un Yo, por tanto, carente de alma.
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Debemos profundizar en «la mentalidad chauvinista» que ha definido el uso del término hombre para referirse a todo el género humano -excluyendo a la mujer- y descrifrar cuál es la imagen de mujer, de «negro» o de «judío» que tienen en su mente. Esta es la razón que me induce a escribir sobre la pornografía. La pornografía -que, en palabras de la poetisa Judy Grahn, es la «poética de la opresión»- es la mitología de esa mentalidad. Si logramos comprender las imágenes que pueblan ese tipo de mentalidad podremos cartografiar su orografía y llegar incluso a predecir los caminos que se abren ante ella.
Este es un asunto de capital importancia ya que, hechizados por dicha mentalidad -una mentalidad, por otra parte, de la que todos participamos en una u otra medida- creemos que lo que nos ocurre es fruto de nuestro destino. Es por ello que hemos llegado a considerar que algunas de las plagas que asolan a nuestra civilización -como la rapiña o el holocausto, por ejemplo- forman parte de nuestro sino. Creemos que hay algo oscuro y tenebroso en el alma humana que ocasiona la violencia hacia nosotros mismos y hacia los demás. Culpamos a nuestra naturaleza -y a la naturaleza en general- de las decisiones tomadas por la cultura. Sin embargo, cuando observamos más detenidamente el sentido de la pornografía nos damos cuenta, por el contrario, de que la cultura no sólo ha rechazado con violencia a la naturaleza sino que, con mucha frecuencia, ha adoptado ante ella una actitud revanchista.
A medida que vayamos estudiando las imágenes que nos proporciona la mentalidad pornográfica iremos comprendiendo el sentido de su iconografía. Veremos así que, en la pornografía, el cuerpo atado, sometido, maltratado e incluso asesinado de la mujer son símbolos del poder de la naturaleza, un poder temido y odiado por la mentalidad pornográfica. Descubriremos también que para la mentalidad pornográfica «la mujer» representa -como el «judío» para el antisemita o el «negro» para el racista- la parte escindida de su alma, esa dimensión de su ser que preferiría negar y relegar al olvido, y comprenderemos que el reconocimiento de esa parte escindida de su alma conlleva la recuperación de eros.
Tanto la iglesia como la pornografía han elegido la misma víctima para proyectar este conocimiento reprimido. Ambas modalidades culturales han desdibujado cuidadosamente la verdadera naturaleza del ser de la mujer y la han convertido en una pantalla en blanco sobre la cual proyectar todo aquello que los hombres niegan de sí mismos. Pero la mujer, como veremos, no es una víctima accidental. El cuerpo de la mujer evoca el tipo de autoconocimiento que el hombre no quiere afrontar y, por consiguiente, lo teme sin comprender que tiene miedo de lo que la mujer despierta en él. De este modo termina convenciéndose de que la mujer es el mal. Como dijo Karen Horney: «Todo hombre intenta desembarazarse de su miedo a la mujer convirtiéndola en un objeto». En este sentido la pornografía constituye el ejemplo más palpable de esa «objetivación». Escuchemos las palabras de Sade: la mujer es «una criatura miserable, siempre inferior, menos elegante que el hombre, menos ingeniosa, menos inteligente que él... su repugnante forma es precisamente todo lo opuesto de lo que gusta y complace a un hombre... una tirana,... sucia y peligrosa...»
El pornógrafo, al igual que el sacerdote, odia y rechaza a una parte de sí mismo. Ambos repudian el mundo físico y su propia materialidad, ambos desprecian el conocimiento de su propio cuerpo. Su tentativa, sin embargo, está condenada al fracaso porque sus mismos deseos les recuerdan continuamente el cuerpo. Así pretende despojarse de un aspecto de sí mismo que, por otra parte, desea. Está atrapado en una contradicción insalvable, odiar, temer y aborrecer lo que anhela. Su lucha es interna pero, en lugar de ello, cree que su lucha es contra la mujer. Por ello proyecta en el cuerpo de ésta todo su temor y todo su deseo. Al igual que ocurre con la ramera de Babilonia en la iconografía católica, el cuerpo de la mujer atrae al pornógrafo y al mismo tiempo despierta su desdén.
En un folleto publicitario podemos ver dos imágenes familiares representando un drama ancestral. Un espantoso negro amenaza a una voluptuosa blanca. El vestido de la mujer parece desgarrado y entre los jirones de su falda asoma la desnudez de un muslo. Su blusa descompuesta muestra también sus hombros al aire. La mujer escapa mirando con terror hacia atrás. El cuerpo del hombre es enorme y tiene el aspecto de un simio. La expresión de su rostro parece la encarnación misma de la brutalidad, la mezquindad y la lujuria. A pie de foto leemos «Conquista y educa» y sobre ella un texto que advierte al lector contra los peligros del adulterio.
En el núcleo de la imaginación del racista se oculta también una fantasía pornográfica: el espectro del mestizaje. La imagen de un hombre de tez oscura que trata de violar a una mujer rubia constituye la encarnación misma de lo que más aborrece el racista. Esta fantasía se apodera continuamente de su mente. Hay quienes afirman que la mentalidad racista utiliza las imágenes pornográficas para manipular la mente de los demás pero lo cierto es que las imágenes que utiliza parecen manipularle exclusivamente a él y, en esa medida, podemos sospechar que juegan un importante papel en la génesis de su ideología.
Sabemos que el sufrimiento que experimentan las mujeres en una cultura pornográfica es formal y cualitativamente diferente del que experimentan los negros en una sociedad racista o los judíos en una antisemita (y también sabemos que el desprecio hacia la homosexualidad afecta de manera diferente a la vida de mujeres y hombres al margen de los roles sexuales tradicionales). A pesar de todas estas diferencias, sin embargo, podemos observar fácilmente que la imagen de un hombre o una mujer de color que tiene el racista, la que tiene el antisemita de un judío y de una mujer el pornógrafo son muy parecidas entre sí. Las tres son creaciones de la misma mentalidad, la mentalidad chauvinista, una mentalidad que proyecta en los demás lo que teme de sí misma, una mente que se define en base a lo que odia.
Los negros son estúpidos, perezosos y animales. Las mujeres son irracionales, no piensan, están mucho más atadas a la tierra. Los judíos son avariciosos y retorcidos. Las prostitutas. Las ninfómanas. Los deseos carnales de las mujeres insaciables. Las vírgenes. Los esclavos dóciles. Los judíos afeminados y usureros. Los africanos, «comilones insaciables» lascivos y sucios. Las mujeres negras: «Esas mujeres, negras como el hollín, expertas en las artes de Venus que hacen del amor un arte y conceden sus favores sin ningún problema». Los judíos se entregan a orgías sexuales y practican el canibalismo. Los judíos y los negros están sexualmente superdotados. Así de sencillo.
El famoso materialismo del judío, el negro y la mujer. La mujer que despilfarra las tarjetas de crédito de su marido en sombreros. El negro que conduce un Cadillac mientras sus hijos se mueren de hambre. El judío prestamista que vende a su hija. «No hay nada más insoportable que una mujer rica» -dice Juvenal. En un texto pornográfico del siglo dieciocho el autor describe a su heroína diciendo que «tenía un ingenioso cerebro pequeño burgués» y en una novela pornográfica contemporánea el protagonista mata a su mujer porque «ella prefería a los chicos que conducen Cadillacs». El apetito insaciable. El negro que despoja de su trabajo al blanco o la mujer que se lo roba al hombre.
Una y otra vez, el chauvinista dibuja un retrato de los demás que sólo nos recuerda las partes que ha enajenado y ocultado de su propia mente. El otro tiene apetitos e instintos, el otro tiene un cuerpo, el otro lleva una vida emocional descontrolada. De este modo, después de negar ciertos aspectos de su Yo, la mentalidad chauvinista construye un falso Yo con el que identificarse.
Dondequiera que tropecemos con la idea racista de que el otro es un ser malo o inferior descubriremos también la presencia de un ideal racial que considera al propio Yo como algo superior, bueno y justo. Ese fue precisamente el ideal racial de los esclavistas sureños. Los blancos se consideraban a sí mismos los custodios de las mejores tradiciones de la civilización, el último baluarte de la cultura. Es por ello que la mentalidad aristocrática sureña estaba engalanada de pretensiones, dignidad, buenos modales y ceremonias de ascensión social.
El hombre sureño atribuyó todos los defectos a las mujeres y los hombres de color adjudicándose, al mismo tiempo, todas las virtudes. En su opinión era «caballeroso», «magnánimo» y con una «honestidad» que emanaba del «brillo de su poderosa e impávida mirada». Era honorable, responsable y, por encima de todo, un aristócrata.
El antisemita, por su parte, establece el mismo tipo de polaridades y se ve a sí mismo adornado con las virtudes del ario: atractivo, valiente, honesto, en una palabra superior, tanto física como moralmente. Esta polaridad, sin embargo, nos resulta muy familiar. Nuestro aprendizaje del ideal masculino -como opuesto al femenino- comienza casi desde el mismo momento del nacimiento. Se nos enseña muy pronto que los hombres son más inteligentes y más fuertes que las mujeres. El protagonista masculino de la iconografía pornográfica -el ario hitleriano, por ejemplo- disfruta de una honradez moral intrínseca que le permite comportarse de manera amoral con las mujeres. Desde su propio punto de vista él es el miembro más valioso de todas las especies. Como decía el marqués de Sade, «la carne de la mujer», como la «carne de cualquier hembra», es inferior.
La mentalidad chauvinista utiliza esta supuesta superioridad como excusa para explotar y esclavizar a quienes considera inferiores. Es por ello que algunos historiadores han llegado a la conclusión de que la ideología chauvinista existe únicamente para poder justificar la explotación. En nuestra opinión, sin embargo, este tipo de ideología tiene una razón de ser que parece consustancial a nuestra mente. Si investigamos más profundamente descubrimos que por encima de todo el chauvinista necesita creer en su propia mentira. No se trata pues tan sólo de una simple explotación social. En realidad, las mentiras de la mentalidad chauvinista nacen de donde nacen todas las mentiras, del deseo de escapar de la verdad. El chauvinista no puede afrontar el hecho de que se desprecia a sí mismo.
Esta es la razón por la que el chauvinista se niega obcecadamente a considerar siquiera la posibilidad de que el otro pueda ser igual que él. El chauvinista insiste, una y otra vez, en que él es muy diferente de los demás. Esta insistencia es el punto de partida y la esencia de todo su pensamiento. Hitler escribe con respecto a los orígenes de su antisemitismo:
Paseando por el centro de la ciudad tropecé con una figura vestida con una levita y largas trenzas cayéndole sobre los hombros. Mi primer pensamiento fue: ¿es esto un judío?... pero cuanto más miraba su estrafalario aspecto la pregunta fue transformándose poco a poco hasta que se convirtió en otra: ¿es un alemán?... Por primera vez en mi vida compré un folleto antisemita.
La mentalidad chauvinista construye una imagen inventada de sí misma en la que representa al alma y al conocimiento de la cultura. De este modo, el objeto de su odio representa al Yo natural, al Yo rechazado, al Yo que contiene el conocimiento del cuerpo, un Yo, por tanto, carente de alma.
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Susan Griffin (EEUU, 1943 - ) Es feminista y autora de Voices; Rape: The Power of Consciousness; Woman and Nature: The Roaring Inside Her; Pornography and Silence: Culture's Revenge Against Nature y A Course of Stones: The Private Life of War (de próxima aparición). Reside en Berkeley, California.
Extracto de Pornography and Silence, de Susan Griffin.
Copyright © 1981 by Susan Griffin.
Extracto de Pornography and Silence, de Susan Griffin.
Copyright © 1981 by Susan Griffin.
Lo inconsciente personal o lo inconsciente sobrepersonal o colectivo
por Carl Gustav Jung
Hemos visto que la libido ha buscado su nuevo objeto precisamente en aquellas fantasías aparentemente extravagantes y absurdas; es decir, en los contenidos del inconsciente colectivo. Como ya he dicho, la proyección inadvertida de las imágenes primordiales en el médico es un peligro no despreciable para el tratamiento ulterior. Porque esas imágenes contienen, no sólo lo más bello y grande que la humanidad ha pensado y sentido, sino también las peores vergüenzas y diabluras de que los hombres han sido capaces. Ahora bien, si el paciente no puede distinguir entre la personalidad del médico y esas proyecciones, se pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se hace imposible. Pero si el paciente logra salvar esa Caribdis, viene a caer en el Escila de la introyección de estas imágenes; es decir, atribuye sus cualidades no al médico, sino a sí mismo. Este peligro no es menos temible. En la proyección oscilaba el enfermo entre una divinización arrebatada y enfermiza y un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en una ridícula divinización de sí mismo, o en una laceración moral de su propio Yo. El error que en ambos casos comete consiste en atribuirse personalmente los contenidos del inconsciente colectivo. Así se considera a sí mismo como dios y como diablo. Esta es la causa psicológica por la que los hombres necesitaron siempre de demonios y nunca pudieron vivir sin dioses, exceptuando algunos ejemplares, particularmente listos, del homo occidentales de ayer y de anteayer, superhombres, para quienes Dios ha muerto, porque ellos mismos se han hecho dioses, o más bien diosecillos racionalistas con cráneos de gruesas parees y corazones fríos. El concepto de Dios es una función psicológica, absolutamente necesaria, de naturaleza irracional, que no tiene nada que ver con la cuestión de la existencia de Dios. Pues a esta última cuestión, el entendimiento humano no puede contestar nunca; y mucho menos puede dar prueba alguna de Dios. Además, sería enteramente superflua semejante prueba; porque la idea de un ser divino todopoderoso se encuentra en todas partes, si no conscientemente, por lo menos inconsciente, porque es un arquetipo. Hay siempre algo en nuestra alma que tiene un poder superior. Si no es conscientemente un dios, es, por lo menos, el “vientre”, como dice san Pablo. Por eso considero más avisado reconocer conscientemente la idea de Dios, pues de lo contrario convertimos en Dios cualquier otra cosa, por lo general algo muy insuficiente y necio, fraguado, acaso, por una conciencia “ilustrada”. Nuestro entendimiento sabe ya de antiguo que no podemos concebir a Dios adecuadamente, y mucho menos aún representamos la forma en que realmente existe; del mismo modo que no podemos pensar un proceso que no esté condicionado causalmente. Teóricamente no puede haber contingencia; esto es claro de una vez para siempre. Y, sin embargo, en la vida práctica tropezamos constantemente con la contingencia. Así sucede también con la existencia de Dios: constituye definitivamente un problema imposible. Pero el común consenso de la gente habla de dioses desde hace muchos eones, y seguirá hablando de ellos durante otros muchos. Por bella y perfecta que el hombre pueda considerar su razón, ha de estar muy cierto también de que es solamente una de las posibles funciones espirituales, y corresponde solamente a una faceta de los fenómenos del mundo. En todas partes se encuentra lo irracional, lo discordante con la razón. Y este elemento irracional es también una función psicológica; es precisamente lo inconsciente colectivo, mientras que la función de la conciencia ha de tener la razón, para descubrir en el caos de los casos individuales desordenados del universo, un orden, y también para crearlo, por lo menos en la esfera humana. Poseemos la laudable y útil inclinación a exterminar el caos de lo irracional en nosotros y fuera de nosotros, Ese proceso lo hemos llevado, sin duda, bastante lejos. Un loco me dijo en una ocasión: “Doctor, esta noche he desinfectado el cielo con sublimado, y no he descubierto ningún dios”. Algo así nos ha sucedido a nosotros.
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Hemos visto que la libido ha buscado su nuevo objeto precisamente en aquellas fantasías aparentemente extravagantes y absurdas; es decir, en los contenidos del inconsciente colectivo. Como ya he dicho, la proyección inadvertida de las imágenes primordiales en el médico es un peligro no despreciable para el tratamiento ulterior. Porque esas imágenes contienen, no sólo lo más bello y grande que la humanidad ha pensado y sentido, sino también las peores vergüenzas y diabluras de que los hombres han sido capaces. Ahora bien, si el paciente no puede distinguir entre la personalidad del médico y esas proyecciones, se pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se hace imposible. Pero si el paciente logra salvar esa Caribdis, viene a caer en el Escila de la introyección de estas imágenes; es decir, atribuye sus cualidades no al médico, sino a sí mismo. Este peligro no es menos temible. En la proyección oscilaba el enfermo entre una divinización arrebatada y enfermiza y un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en una ridícula divinización de sí mismo, o en una laceración moral de su propio Yo. El error que en ambos casos comete consiste en atribuirse personalmente los contenidos del inconsciente colectivo. Así se considera a sí mismo como dios y como diablo. Esta es la causa psicológica por la que los hombres necesitaron siempre de demonios y nunca pudieron vivir sin dioses, exceptuando algunos ejemplares, particularmente listos, del homo occidentales de ayer y de anteayer, superhombres, para quienes Dios ha muerto, porque ellos mismos se han hecho dioses, o más bien diosecillos racionalistas con cráneos de gruesas parees y corazones fríos. El concepto de Dios es una función psicológica, absolutamente necesaria, de naturaleza irracional, que no tiene nada que ver con la cuestión de la existencia de Dios. Pues a esta última cuestión, el entendimiento humano no puede contestar nunca; y mucho menos puede dar prueba alguna de Dios. Además, sería enteramente superflua semejante prueba; porque la idea de un ser divino todopoderoso se encuentra en todas partes, si no conscientemente, por lo menos inconsciente, porque es un arquetipo. Hay siempre algo en nuestra alma que tiene un poder superior. Si no es conscientemente un dios, es, por lo menos, el “vientre”, como dice san Pablo. Por eso considero más avisado reconocer conscientemente la idea de Dios, pues de lo contrario convertimos en Dios cualquier otra cosa, por lo general algo muy insuficiente y necio, fraguado, acaso, por una conciencia “ilustrada”. Nuestro entendimiento sabe ya de antiguo que no podemos concebir a Dios adecuadamente, y mucho menos aún representamos la forma en que realmente existe; del mismo modo que no podemos pensar un proceso que no esté condicionado causalmente. Teóricamente no puede haber contingencia; esto es claro de una vez para siempre. Y, sin embargo, en la vida práctica tropezamos constantemente con la contingencia. Así sucede también con la existencia de Dios: constituye definitivamente un problema imposible. Pero el común consenso de la gente habla de dioses desde hace muchos eones, y seguirá hablando de ellos durante otros muchos. Por bella y perfecta que el hombre pueda considerar su razón, ha de estar muy cierto también de que es solamente una de las posibles funciones espirituales, y corresponde solamente a una faceta de los fenómenos del mundo. En todas partes se encuentra lo irracional, lo discordante con la razón. Y este elemento irracional es también una función psicológica; es precisamente lo inconsciente colectivo, mientras que la función de la conciencia ha de tener la razón, para descubrir en el caos de los casos individuales desordenados del universo, un orden, y también para crearlo, por lo menos en la esfera humana. Poseemos la laudable y útil inclinación a exterminar el caos de lo irracional en nosotros y fuera de nosotros, Ese proceso lo hemos llevado, sin duda, bastante lejos. Un loco me dijo en una ocasión: “Doctor, esta noche he desinfectado el cielo con sublimado, y no he descubierto ningún dios”. Algo así nos ha sucedido a nosotros.
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JUNG Carl Gustav, Lo Inconsciente en la Vida Psíquica Normal y Patológica, Ed. Losada, Argentina, 1988, pp. 87-89
lunes, 5 de enero de 2009
Patología Existencial
por Ken Wilber
[…] los tres primeros fulcros del self conducen a la emergencia progresiva del un self físico, de un self emocional y de un self mental. EN el siguiente capítulo veremos que el self mental, a su vez, atraviesa tres estadios o fulcros del desarrollo principales (el concreto, F-4; el formal, F-5; y el integrativo, F-6), y que después el self ingresa en lo transmental (transnacional o transpersonal) y penetra en los dominios contemplativos o espirituales del desarrollo. Cada uno de estos fulcros y niveles superiores tiene sus posibles patologías y sus correspondientes modalidades de tratamiento […]
Debemos distinguir entre el término “existencial” como algo referido a un determinado nivel de desarrollo del self (F-6) y el término “existencial” como un conflicto concreto que puede afectar a cualquiera de los niveles de desarrollo del self. Así pues, este último tipo de “conflicto existencial” constituye una forma de hablar de la lucha entre la vida y la muerte, entre la conservación y la negación, en cualquiera de los estadios del desarrollo. Desde este punto de vista, el trauma del nacimiento, la crisis de reaproximación, la separación-individuación, la tragedia edípica, el conflicto de roles y las neurosis de identidad pueden ser calificados como conflictos “existenciales” porque se refieren a acontecimientos profundos y significativos de la existencia humana (Dasein). La aproximación existencial considera a cada estadio del desarrollo no tanto en términos de su contenido (borderline, edípico, etc.) como en términos de contexto (de las mismas categorías de la existencia), de las diferentes modalidades y estadios del ser-en-el-mundo. Es por ello que los problemas y las encrucijadas fundamentales propias de cada uno de los estadios de desarrollo del self pueden también ser conceptualizados como un problema existencial entre la vida y la muerte, entre la conservación y la negación, aunque la forma externa de esta batalla existencial varíe obviamente de nivel en nivel. Éste es, al menos, el enfoque de Boss (1963), Binswanger (1956), Yalom (1980), Zimmerman (1981), May (1977) y otros, con quienes estoy parcialmente de acuerdo.
Ahora bien, mi utilización del término “nivel existencial” se refiere a un nivel concreto del desarrollo de las estructuras básicas (el “visión-lógico”) y su correspondiente estadio del desarrollo del self (“centauro”). Se trata de un nivel “existencial” por diversas razones: 1) El principal exponente de la mente reflexivo-normal es Descartes mientras que el principal exponente de la mentalidad existencial, por su parte, es Heidegger, ya que toda su filosofía está saturada (como experiencia real y no como elaboración subjetiva) de este nivel de conciencia; 2) Como ha demostrado Broughton (1975), en la estructura del self propia de este nivel, “la mente y el cuerpo se experimentan como una totalidad integrada”. Esta integración personal entre la mente y cuerpo de aquellas terapias que se califican genuinamente como “humanista-existenciales” (y a las que conviene distinguir de aquellos otros enfoques populares que se autodenominan “humanistas” o “existenciales” pero que, en realidad son pseudohumanistas y pseudoexistenciales porque promueven la regresión y la glorificación del “paraíso” emocional-fantásmico narcisita al que se identifica equivocadamente con una supuesta “conciencia superior”) y 3) Se trata del nivel de conciencia más elevado que parecen reconocer la mayor parte de las auténticas aproximaciones humanista-existenciales.
Una revisión de la literatura sugiere que los principales problemas del self exitencial F-6 son la autonomía y a integración personal (Loevinger); la autenticidad (Kierkegaard y Heidegger) y la autorrealización (Maslow y Rogers). Los sentimientos ligados a este nivel son: la preocupación por el sentido global de la vida (o ser-en-el-mundo), la angustia ante la mortalidad y la finitud personal y la búsqueda del coraje-de-ser frente a la soledad y la inevitabilidad de la muerte. Donde la mente formal comienza a concebir las posibilidades de a vida y emprende el vuelo con su recién descubierta libertad, la mente existencial (la visión-lógica), agrega nuevas posibilidades que le llevan a descubrir que la vida personal es un breve destello en el vacío cósmico. De esta manera, los temas fundamentales de la patología que puede acompañar a F-6 giran en torno a la forma en que el self existencial gestiona sus nuevas posibilidades de autonomía y autorrealización y la manera en que resuelve el problema de la finitud, la muerte y la aparente falta de sentido de la vida.
Los síntomas más comunes de esta patología son:
1) Depresión existencial: una depresión difusa y generalizada o un “estancamiento vital” ante la percepción de la falta de sentido de la vida.
2) Falta de autenticidad: a la que Heidegger (1962) definió como una falta de conciencia y de aceptación profunda de la propia finitud y mortalidad.
3) Soledad y “extrañeza” existencial: un self lo suficientemente fuerte que, sin embargo, se siente ajeno a este mundo.
4) Falta de autorrealización: según Maslow (1971): “Si deliberadamente decides ser menos de lo que eres capaz de ser serás profundamente infeliz durante el resto de tu vida”.
5) Ansiedad existencial: la amenaza de muerte o de pérdida de la propia modalidad autorreflexiva de ser-en-el-mundo (una ansiedad que no puede tener lugar antes de los Fulcros 5 y 6 porque es a partir de ese momento cuando aparece la verdadera reflexión formal).
Pero no debemos considerar automáticamente que todas las situaciones de “falta de sentido” sean existenciales (en el sentido de que se originen en el nivel existencial). La depresión de abandono borderline y la depresión psiconeurótica, por ejemplo, también provoca estados afectivos de pérdida de sentido. En realidad, el ennui existencial tiene un “sabor” inconfundible, el sabor que se presenta en una estructura del self estable y altamente diferenciada que en nada se parece al lamento del borderline ni a la culpabilidad del psiconeurótico. Se trata, por el contrario, de un síntoma que aparece en un sujeto firmemente asentado en el mundo que, por una razón u otra, pierde el sentido de su vida. Cualquier interpretación de esta depresión sobre la base de las estructuras inferiores –psiconeurótica, borderline o la que fuere- resulta “ridícula” e irrelevante. Vemos un ejemplo clásico de verdadero ennui extraido de Tolstoi (1929):
El hecho es que, a los cincuenta años, descubrí el concepto de suicidio, la más simple de todas las preguntas que alientan en el corazón de todo ser humano: “¿De dónde venimos, qué estamos haciendo ahora y qué haremos mañana? ¿De dónde procede mi vida?”. Dicho de otro modo-, “¿Por qué debo vivir? ¿Por qué debo desear algo?” O, en otras palabras: “¿Acaso mi vida tiene otro sentido que no sea el de terminar siendo destruido por la inexorable muerte que me aguarda?”.
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[…] los tres primeros fulcros del self conducen a la emergencia progresiva del un self físico, de un self emocional y de un self mental. EN el siguiente capítulo veremos que el self mental, a su vez, atraviesa tres estadios o fulcros del desarrollo principales (el concreto, F-4; el formal, F-5; y el integrativo, F-6), y que después el self ingresa en lo transmental (transnacional o transpersonal) y penetra en los dominios contemplativos o espirituales del desarrollo. Cada uno de estos fulcros y niveles superiores tiene sus posibles patologías y sus correspondientes modalidades de tratamiento […]
Debemos distinguir entre el término “existencial” como algo referido a un determinado nivel de desarrollo del self (F-6) y el término “existencial” como un conflicto concreto que puede afectar a cualquiera de los niveles de desarrollo del self. Así pues, este último tipo de “conflicto existencial” constituye una forma de hablar de la lucha entre la vida y la muerte, entre la conservación y la negación, en cualquiera de los estadios del desarrollo. Desde este punto de vista, el trauma del nacimiento, la crisis de reaproximación, la separación-individuación, la tragedia edípica, el conflicto de roles y las neurosis de identidad pueden ser calificados como conflictos “existenciales” porque se refieren a acontecimientos profundos y significativos de la existencia humana (Dasein). La aproximación existencial considera a cada estadio del desarrollo no tanto en términos de su contenido (borderline, edípico, etc.) como en términos de contexto (de las mismas categorías de la existencia), de las diferentes modalidades y estadios del ser-en-el-mundo. Es por ello que los problemas y las encrucijadas fundamentales propias de cada uno de los estadios de desarrollo del self pueden también ser conceptualizados como un problema existencial entre la vida y la muerte, entre la conservación y la negación, aunque la forma externa de esta batalla existencial varíe obviamente de nivel en nivel. Éste es, al menos, el enfoque de Boss (1963), Binswanger (1956), Yalom (1980), Zimmerman (1981), May (1977) y otros, con quienes estoy parcialmente de acuerdo.
Ahora bien, mi utilización del término “nivel existencial” se refiere a un nivel concreto del desarrollo de las estructuras básicas (el “visión-lógico”) y su correspondiente estadio del desarrollo del self (“centauro”). Se trata de un nivel “existencial” por diversas razones: 1) El principal exponente de la mente reflexivo-normal es Descartes mientras que el principal exponente de la mentalidad existencial, por su parte, es Heidegger, ya que toda su filosofía está saturada (como experiencia real y no como elaboración subjetiva) de este nivel de conciencia; 2) Como ha demostrado Broughton (1975), en la estructura del self propia de este nivel, “la mente y el cuerpo se experimentan como una totalidad integrada”. Esta integración personal entre la mente y cuerpo de aquellas terapias que se califican genuinamente como “humanista-existenciales” (y a las que conviene distinguir de aquellos otros enfoques populares que se autodenominan “humanistas” o “existenciales” pero que, en realidad son pseudohumanistas y pseudoexistenciales porque promueven la regresión y la glorificación del “paraíso” emocional-fantásmico narcisita al que se identifica equivocadamente con una supuesta “conciencia superior”) y 3) Se trata del nivel de conciencia más elevado que parecen reconocer la mayor parte de las auténticas aproximaciones humanista-existenciales.
Una revisión de la literatura sugiere que los principales problemas del self exitencial F-6 son la autonomía y a integración personal (Loevinger); la autenticidad (Kierkegaard y Heidegger) y la autorrealización (Maslow y Rogers). Los sentimientos ligados a este nivel son: la preocupación por el sentido global de la vida (o ser-en-el-mundo), la angustia ante la mortalidad y la finitud personal y la búsqueda del coraje-de-ser frente a la soledad y la inevitabilidad de la muerte. Donde la mente formal comienza a concebir las posibilidades de a vida y emprende el vuelo con su recién descubierta libertad, la mente existencial (la visión-lógica), agrega nuevas posibilidades que le llevan a descubrir que la vida personal es un breve destello en el vacío cósmico. De esta manera, los temas fundamentales de la patología que puede acompañar a F-6 giran en torno a la forma en que el self existencial gestiona sus nuevas posibilidades de autonomía y autorrealización y la manera en que resuelve el problema de la finitud, la muerte y la aparente falta de sentido de la vida.
Los síntomas más comunes de esta patología son:
1) Depresión existencial: una depresión difusa y generalizada o un “estancamiento vital” ante la percepción de la falta de sentido de la vida.
2) Falta de autenticidad: a la que Heidegger (1962) definió como una falta de conciencia y de aceptación profunda de la propia finitud y mortalidad.
3) Soledad y “extrañeza” existencial: un self lo suficientemente fuerte que, sin embargo, se siente ajeno a este mundo.
4) Falta de autorrealización: según Maslow (1971): “Si deliberadamente decides ser menos de lo que eres capaz de ser serás profundamente infeliz durante el resto de tu vida”.
5) Ansiedad existencial: la amenaza de muerte o de pérdida de la propia modalidad autorreflexiva de ser-en-el-mundo (una ansiedad que no puede tener lugar antes de los Fulcros 5 y 6 porque es a partir de ese momento cuando aparece la verdadera reflexión formal).
Pero no debemos considerar automáticamente que todas las situaciones de “falta de sentido” sean existenciales (en el sentido de que se originen en el nivel existencial). La depresión de abandono borderline y la depresión psiconeurótica, por ejemplo, también provoca estados afectivos de pérdida de sentido. En realidad, el ennui existencial tiene un “sabor” inconfundible, el sabor que se presenta en una estructura del self estable y altamente diferenciada que en nada se parece al lamento del borderline ni a la culpabilidad del psiconeurótico. Se trata, por el contrario, de un síntoma que aparece en un sujeto firmemente asentado en el mundo que, por una razón u otra, pierde el sentido de su vida. Cualquier interpretación de esta depresión sobre la base de las estructuras inferiores –psiconeurótica, borderline o la que fuere- resulta “ridícula” e irrelevante. Vemos un ejemplo clásico de verdadero ennui extraido de Tolstoi (1929):
El hecho es que, a los cincuenta años, descubrí el concepto de suicidio, la más simple de todas las preguntas que alientan en el corazón de todo ser humano: “¿De dónde venimos, qué estamos haciendo ahora y qué haremos mañana? ¿De dónde procede mi vida?”. Dicho de otro modo-, “¿Por qué debo vivir? ¿Por qué debo desear algo?” O, en otras palabras: “¿Acaso mi vida tiene otro sentido que no sea el de terminar siendo destruido por la inexorable muerte que me aguarda?”.
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WILBER Ken, Psicología Integral, Ed. Kairós, España, 1993, pp 73, 93-97
Los Misiles Desviados de la Religión
por Richard Dawkins
Publicado por The Guardian (Londres)
Un misil guiado corrige su trayectoria a medida que vuela, podríamos decir adentrándose, en el rastro de calor del chorro de un avión a reacción. Aunque es una gran mejora sobre el simple cartucho balístico, todavía no es capaz de discriminar blancos específicos. Si se lanzara desde un sitio tan lejano como Boston, no podría hacer blanco en un rascacielos predeterminado de Nueva York.
Esto es precisamente lo que puede hacer un "misil inteligente" moderno. La miniaturización de los computadores ha avanzado hasta un punto en el cual los mísiles inteligentes de hoy podrían programarse con una imagen del horizonte de Manhattan junto con instrucciones para apuntar a la torre norte del World Trade Center. Mísiles inteligentes de este nivel de sofisticación están en poder de Estados Unidos, tal como lo aprendimos de la guerra del Golfo, pero están más allá del alcance económico de los terroristas ordinarios y del nivel científico de los gobiernos teocráticos. ¿Podría haber una alternativa más barata y sencilla?
En la segunda guerra mundial, antes de que la electrónica se abaratara y se miniaturizara, el psicólogo BF Skinner investigó un poco acerca de mísiles guiados por palomas. Las palomas se sentarían en una pequeña cabina después de haber sido entrenados para picotear teclas de tal forma que mantuvieran en el centro de una pantalla algún blanco designado. En el misil, el blanco sería real.
El principio funcionó, aunque nunca se puso en práctica por las autoridades de Estados Unidos. Incluso teniendo en cuenta los costos de entrenamiento, las palomas son más baratas y livianas que un computador de efectividad comparable. Sus éxitos en las cajas de Skinner sugieren que una paloma, después de un régimen de entrenamiento con diapositivas a color, realmente podría guiar un misil a un blanco distinto en el extremo sur de la isla de Manhattan. La paloma no tiene idea de que está guiando un misil. Sólo continúa picoteando esos dos rectángulos altos en la pantalla, de cuándo en cuándo cae una recompensa alimenticia desde el dispensador, y esto continúa hasta... el olvido.
Las palomas pueden ser baratas y prescindibles como sistemas de guía abordo, pero no hay forma de evadir el precio del misil. Y ningún misil lo suficientemente grande para causar muchos destrozos, podría penetrar el espacio aéreo de Estados Unidos sin que fuera interceptado. Lo que se necesita es un misil que no sea reconocido como tal hasta que sea demasiado tarde. Algo como un gran jet de aerolínea civil, que llevara las señales inocuas de una empresa transportadora reconocida y con una gran cantidad de combustible. Esa es la parte fácil. ¿Pero cómo introduciría abordo el sistema de guía necesario? Usted difícilmente esperaría que los pilotos le cedieran a una paloma o a un computador el asiento del copiloto.
¿Y qué tal si se usaran humanos como sistemas de guía a bordo, en vez de usar palomas? Los humanos son por lo menos igual de abundantes que las palomas, sus cerebros no son significativamente más costosos que los de las palomas y para muchas tareas son en realidad superiores. Los humanos tienen un registro demostrado de secuestrar aviones con el uso de amenazas, lo cual funciona porque los pilotos legítimos valoran su propia vida y la de sus pasajeros.
La suposición natural de que el secuestrador por lo menos también valora su propia vida, y que actuará racionalmente para preservarla, conduce a la tripulación y al personal de tierra a tomar decisiones calculadas que no servirían en el caso de módulos de guía que carecieran de un sentido de autopreservación. Si su avión está siendo secuestrado por un hombre armado que, aunque preparado para tomar riesgos, presumiblemente desea seguir viviendo, entonces hay espacio para una negociación. Un piloto racional cumple los deseos del secuestrador, lleva a tierra el avión, consigue que envíen comida caliente para los pasajeros y deja las negociaciones a la gente entrenada para negociar.
El problema con el sistema de guía humano es precisamente esto. A diferencia de la versión con la paloma, sabe que una misión exitosa culminaría en su propia destrucción. ¿Podríamos desarrollar un sistema de guía biológico con la efectividad y dispensabilidad de una paloma, pero con la versatilidad y con la capacidad de infiltrarse de forma engañosa? Lo que necesitamos, en pocas palabras, es un humano al cual no le importe destruirse a sí mismo. Él sería el perfecto sistema de guía abordo. Pero los entusiastas por el suicidio son difíciles de encontrar. Incluso los pacientes terminales de cáncer podrían perder la sangre fría cuando se estuviera aproximando el impacto.
¿Podríamos conseguir humanos que fueran normales en otras circunstancias, y de alguna forma persuadirlos de que no morirían como consecuencia de pilotar un avión para colisionarlo con un rascacielos? ¡Si pudiéramos! Nadie es tan estúpido, pero qué tal si usamos este argumento. Es muy poco probable, pero podría funcionar. Dado que ellos con toda certeza van a morir, ¿no podríamos engañarlos para que creyeran que después volverían a la vida? ¡Suena tonto! Pero no, en serio, podría funcionar. Ofrézcales un atajo a un Gran Oasis en el Firmamento, refrescado por fuentes eternas. Arpas y alas no les resultarían atractivas al tipo de hombres jóvenes que necesitamos. Así que dígales que hay una recompensa especial para mártires, consistente en 72 novias vírgenes, garantizándoles que son apasionadas y exclusivas.
¿Caerían en el engaño? Sí, jóvenes hirviendo en testosterona, que fueran muy repulsivos para conseguir una mujer en este mundo, podrían estar suficientemente desesperados por ir donde estén sus 72 vírgenes privadas en el siguiente.
Es un cuento extravagante, pero valdría la pena intentarlo. Sin embargo, tendría que hacerlo cuando aún fueran jóvenes. Aliméntelos con un substrato mitológico completo y autoconsistente para hacer que la gran mentira suene plausible cuando llegue. Déles un libro sagrado y haga que se lo aprendan de memoria. ¿Saben?, pienso que podría funcionar. Justo como lo necesitábamos, tenemos lo que buscábamos: un sistema de control mental listo para funcionar, que ha sido pulido a lo largo de siglos, pasado de generación en generación. Millones de personas han sido criados en él. Se llama religión y, por razones que algún día comprenderemos, la mayoría de las personas caen en él (en ningún lugar ocurre en mayor grado que en América misma, aunque esta ironía pasa desapercibida). Ahora, lo único que necesitamos es reclutar algunos de estas ovejas y darles lecciones de vuelo.
¿Chistoso? ¿Trivialización de una maldad inenarrable? Mi intención es exactamente la opuesta, la cual es extremadamente seria y motivada por un profundo pesar y una ira intensa. Estoy tratando de llamar la atención del elefante que hay en el dormitorio y que todo el mundo es muy cortés -o muy devoto- para no comentarlo: la religión, y específicamente el efecto devaluador de la vida ajena que la religión causa en la vida humana. No me refiero a desvalorizar la vida de los demás (aunque también puede hacerlo), sino al efecto desvalorizante de la vida propia. La religión enseña el peligroso absurdo de que la muerte no es el fin.
Si la muerte es el final, se esperaría que un agente racional valorara su vida en el más alto nivel y estaría reticente a arriesgarla. Esto hace del mundo un lugar más seguro, de la misma forma en que un avión es más seguro si su secuestrador quiere sobrevivir. En el otro extremo, si un número significativo de personas se convencen a sí mismas, o son convencidas por sus sacerdotes de que una muerte de mártir es equivalente a presionar el botón de hiperespacio para teletransportarse a través de un agujero de gusano hasta otro universo, entonces esto puede hacer del mundo un lugar muy peligroso. Específicamente, si también creen que el otro universo es un escape paradisíaco de las tribulaciones del mundo real. Démosle el acabado con promesas sexuales creídas sinceramente en caso de ser grotesco ante las mujeres, y ¿es de sorprenderse que hombres jóvenes frustrados e ingenuos estén pidiendo a gritos el ser seleccionados para misiones suicidas?
No hay duda de que un cerebro suicida obsesionado por la otra vida es en realidad un arma de inmenso poder y peligro. Es comparable a un misil inteligente, y su sistema de guía es superior en muchos aspectos al cerebro electrónico más sofisticado que el dinero pueda comprar. Aunque para un gobierno, organización o sacerdocio cínicos, es muy muy barato.
Nuestros líderes han descrito la reciente atrocidad con el cliché de costumbre: demente cobardía. "Demente" puede ser una palabra adecuada para el vandalismo que se haga sobre una cabina telefónica. No es útil para entender lo que golpeó a Nueva York el 11 de septiembre. Esos tipos no eran dementes y ciertamente no eran cobardes. Al contrario, sus mentes funcionaban muy bien e iban motivadas por un coraje insano. Nos recompensaría en grado sumo el entender de dónde vino ese coraje.
Vino de la religión. La religión es también, por supuesto, la fuente subyacente de división en el Medio Oriente, que motivó inicialmente, el uso de esta arma mortífera. Pero esa es otra historia y no es de mi incumbencia en esta ocasión. Mi preocupación aquí es con el arma misma. Inundar un mundo con religión, o religiones del tipo Abrahámico, es como distribuir pistolas cargadas en las calles. No se sorprenda si son usadas.
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Publicado por The Guardian (Londres)
Un misil guiado corrige su trayectoria a medida que vuela, podríamos decir adentrándose, en el rastro de calor del chorro de un avión a reacción. Aunque es una gran mejora sobre el simple cartucho balístico, todavía no es capaz de discriminar blancos específicos. Si se lanzara desde un sitio tan lejano como Boston, no podría hacer blanco en un rascacielos predeterminado de Nueva York.
Esto es precisamente lo que puede hacer un "misil inteligente" moderno. La miniaturización de los computadores ha avanzado hasta un punto en el cual los mísiles inteligentes de hoy podrían programarse con una imagen del horizonte de Manhattan junto con instrucciones para apuntar a la torre norte del World Trade Center. Mísiles inteligentes de este nivel de sofisticación están en poder de Estados Unidos, tal como lo aprendimos de la guerra del Golfo, pero están más allá del alcance económico de los terroristas ordinarios y del nivel científico de los gobiernos teocráticos. ¿Podría haber una alternativa más barata y sencilla?
En la segunda guerra mundial, antes de que la electrónica se abaratara y se miniaturizara, el psicólogo BF Skinner investigó un poco acerca de mísiles guiados por palomas. Las palomas se sentarían en una pequeña cabina después de haber sido entrenados para picotear teclas de tal forma que mantuvieran en el centro de una pantalla algún blanco designado. En el misil, el blanco sería real.
El principio funcionó, aunque nunca se puso en práctica por las autoridades de Estados Unidos. Incluso teniendo en cuenta los costos de entrenamiento, las palomas son más baratas y livianas que un computador de efectividad comparable. Sus éxitos en las cajas de Skinner sugieren que una paloma, después de un régimen de entrenamiento con diapositivas a color, realmente podría guiar un misil a un blanco distinto en el extremo sur de la isla de Manhattan. La paloma no tiene idea de que está guiando un misil. Sólo continúa picoteando esos dos rectángulos altos en la pantalla, de cuándo en cuándo cae una recompensa alimenticia desde el dispensador, y esto continúa hasta... el olvido.
Las palomas pueden ser baratas y prescindibles como sistemas de guía abordo, pero no hay forma de evadir el precio del misil. Y ningún misil lo suficientemente grande para causar muchos destrozos, podría penetrar el espacio aéreo de Estados Unidos sin que fuera interceptado. Lo que se necesita es un misil que no sea reconocido como tal hasta que sea demasiado tarde. Algo como un gran jet de aerolínea civil, que llevara las señales inocuas de una empresa transportadora reconocida y con una gran cantidad de combustible. Esa es la parte fácil. ¿Pero cómo introduciría abordo el sistema de guía necesario? Usted difícilmente esperaría que los pilotos le cedieran a una paloma o a un computador el asiento del copiloto.
¿Y qué tal si se usaran humanos como sistemas de guía a bordo, en vez de usar palomas? Los humanos son por lo menos igual de abundantes que las palomas, sus cerebros no son significativamente más costosos que los de las palomas y para muchas tareas son en realidad superiores. Los humanos tienen un registro demostrado de secuestrar aviones con el uso de amenazas, lo cual funciona porque los pilotos legítimos valoran su propia vida y la de sus pasajeros.
La suposición natural de que el secuestrador por lo menos también valora su propia vida, y que actuará racionalmente para preservarla, conduce a la tripulación y al personal de tierra a tomar decisiones calculadas que no servirían en el caso de módulos de guía que carecieran de un sentido de autopreservación. Si su avión está siendo secuestrado por un hombre armado que, aunque preparado para tomar riesgos, presumiblemente desea seguir viviendo, entonces hay espacio para una negociación. Un piloto racional cumple los deseos del secuestrador, lleva a tierra el avión, consigue que envíen comida caliente para los pasajeros y deja las negociaciones a la gente entrenada para negociar.
El problema con el sistema de guía humano es precisamente esto. A diferencia de la versión con la paloma, sabe que una misión exitosa culminaría en su propia destrucción. ¿Podríamos desarrollar un sistema de guía biológico con la efectividad y dispensabilidad de una paloma, pero con la versatilidad y con la capacidad de infiltrarse de forma engañosa? Lo que necesitamos, en pocas palabras, es un humano al cual no le importe destruirse a sí mismo. Él sería el perfecto sistema de guía abordo. Pero los entusiastas por el suicidio son difíciles de encontrar. Incluso los pacientes terminales de cáncer podrían perder la sangre fría cuando se estuviera aproximando el impacto.
¿Podríamos conseguir humanos que fueran normales en otras circunstancias, y de alguna forma persuadirlos de que no morirían como consecuencia de pilotar un avión para colisionarlo con un rascacielos? ¡Si pudiéramos! Nadie es tan estúpido, pero qué tal si usamos este argumento. Es muy poco probable, pero podría funcionar. Dado que ellos con toda certeza van a morir, ¿no podríamos engañarlos para que creyeran que después volverían a la vida? ¡Suena tonto! Pero no, en serio, podría funcionar. Ofrézcales un atajo a un Gran Oasis en el Firmamento, refrescado por fuentes eternas. Arpas y alas no les resultarían atractivas al tipo de hombres jóvenes que necesitamos. Así que dígales que hay una recompensa especial para mártires, consistente en 72 novias vírgenes, garantizándoles que son apasionadas y exclusivas.
¿Caerían en el engaño? Sí, jóvenes hirviendo en testosterona, que fueran muy repulsivos para conseguir una mujer en este mundo, podrían estar suficientemente desesperados por ir donde estén sus 72 vírgenes privadas en el siguiente.
Es un cuento extravagante, pero valdría la pena intentarlo. Sin embargo, tendría que hacerlo cuando aún fueran jóvenes. Aliméntelos con un substrato mitológico completo y autoconsistente para hacer que la gran mentira suene plausible cuando llegue. Déles un libro sagrado y haga que se lo aprendan de memoria. ¿Saben?, pienso que podría funcionar. Justo como lo necesitábamos, tenemos lo que buscábamos: un sistema de control mental listo para funcionar, que ha sido pulido a lo largo de siglos, pasado de generación en generación. Millones de personas han sido criados en él. Se llama religión y, por razones que algún día comprenderemos, la mayoría de las personas caen en él (en ningún lugar ocurre en mayor grado que en América misma, aunque esta ironía pasa desapercibida). Ahora, lo único que necesitamos es reclutar algunos de estas ovejas y darles lecciones de vuelo.
¿Chistoso? ¿Trivialización de una maldad inenarrable? Mi intención es exactamente la opuesta, la cual es extremadamente seria y motivada por un profundo pesar y una ira intensa. Estoy tratando de llamar la atención del elefante que hay en el dormitorio y que todo el mundo es muy cortés -o muy devoto- para no comentarlo: la religión, y específicamente el efecto devaluador de la vida ajena que la religión causa en la vida humana. No me refiero a desvalorizar la vida de los demás (aunque también puede hacerlo), sino al efecto desvalorizante de la vida propia. La religión enseña el peligroso absurdo de que la muerte no es el fin.
Si la muerte es el final, se esperaría que un agente racional valorara su vida en el más alto nivel y estaría reticente a arriesgarla. Esto hace del mundo un lugar más seguro, de la misma forma en que un avión es más seguro si su secuestrador quiere sobrevivir. En el otro extremo, si un número significativo de personas se convencen a sí mismas, o son convencidas por sus sacerdotes de que una muerte de mártir es equivalente a presionar el botón de hiperespacio para teletransportarse a través de un agujero de gusano hasta otro universo, entonces esto puede hacer del mundo un lugar muy peligroso. Específicamente, si también creen que el otro universo es un escape paradisíaco de las tribulaciones del mundo real. Démosle el acabado con promesas sexuales creídas sinceramente en caso de ser grotesco ante las mujeres, y ¿es de sorprenderse que hombres jóvenes frustrados e ingenuos estén pidiendo a gritos el ser seleccionados para misiones suicidas?
No hay duda de que un cerebro suicida obsesionado por la otra vida es en realidad un arma de inmenso poder y peligro. Es comparable a un misil inteligente, y su sistema de guía es superior en muchos aspectos al cerebro electrónico más sofisticado que el dinero pueda comprar. Aunque para un gobierno, organización o sacerdocio cínicos, es muy muy barato.
Nuestros líderes han descrito la reciente atrocidad con el cliché de costumbre: demente cobardía. "Demente" puede ser una palabra adecuada para el vandalismo que se haga sobre una cabina telefónica. No es útil para entender lo que golpeó a Nueva York el 11 de septiembre. Esos tipos no eran dementes y ciertamente no eran cobardes. Al contrario, sus mentes funcionaban muy bien e iban motivadas por un coraje insano. Nos recompensaría en grado sumo el entender de dónde vino ese coraje.
Vino de la religión. La religión es también, por supuesto, la fuente subyacente de división en el Medio Oriente, que motivó inicialmente, el uso de esta arma mortífera. Pero esa es otra historia y no es de mi incumbencia en esta ocasión. Mi preocupación aquí es con el arma misma. Inundar un mundo con religión, o religiones del tipo Abrahámico, es como distribuir pistolas cargadas en las calles. No se sorprenda si son usadas.
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Richard Dawkins (Inglaterra, 1941) Etólogo, biólogo evolutivo y escritor de divulgación científica. Ocupa la cátedra Charles Simonyi de Difusión de la Ciencia en la Universidad de Oxford. Autor de El Gen Egoísta, El Fenotipo Extendido, El Relojero Ciego, El Río del Edén, Escalando el Monte Improbable, Destejiendo el Arcoíris, El Cuento del Antepasado: Un Viaje a los Albores de la Evolución y El Espejismo de Dios, entre otras publicaciones.
Poesía de Verenice Naranjo
I
EL FÓSIL DE UN INSECTO Y SU HUELLA EN LA ROCA
El insecto se queda quieto en el tiempo;
muere sin saberlo, íntegro y discreto.
El polvo cae suavemente durante milenios;
millones de años de polvo se vuelven roca.
El insecto, y el polvo que toma su forma, observan
la caligrafía fantástica en que se han convertido,
han fraguado un fragmento de poesía en esa especie de acero.
Admirable. El fósil del insecto,
y su huella en la roca. Eso es arte.
Un auténtico y perfecto jeroglífico escrito
a mano alzada durante millones de años
por la naturaleza; dígase lo que se diga,
la primigenia, principal e inigualable poeta.
II
Y SI DIOS...
Al maestro de poetas, Fernando Pessoa.
y para mi mejor amigo, que también se llama Fernando.
inspirado claro, en "El guardador de rebaños"
"Bastante metafísica hay en no pensar en nada" F. Pessoa
Y si dios es el azul del cielo y el azul del mar
y el amarillo de los girasoles y el rojo del fuego
y el verde del bosque tropical,
y si es todo eso, y es también las montañas
y los valles, y los mares, y las galaxias,
y los pluriversos, y los bossones cuánticos,
y si es todo eso ¿para que lo llamo dios?
mejor le llamo y lo respeto
siendo como se me presenta;
en forma de hoja, de agua, de viento,
de montaña , delfin, y de flor.
Y le llamo así:
Nube y rayo de luz, y mariposas,
y azul del mar, y personas todas:
mujeres y hombres.
Y al llamarle así,
al llamarle por su nombre,
me recuerdo quien es dios.
III
MARCAS SOBRE LA TIERRA
APENAS DISTINGO QUE EL POETA
Ignoro la razón y el destino,
apenas distingo que el poeta,
va dejando marcas en la conciencia,
como el aire deja marcas sobre la tierra.
Hace millones de conciencias
cayó una semilla de árbol
que creció en el agua
e hizo al mundo.
El árbol creció tanto
que sus ramas más altas
se hicieron enormes montañas .
A veces sucede que el árbol
de la vida parece otra cosa;
es difícil darse cuenta que sólo somos
los frutos del fruto de la conciencia.
IV
UN RAMO DE FLORES AMARILLAS
(HAY UNA PAZ MONUMENTAL)
Hay una enfermedad mortal, que roza la locura,
cuando te das cuenta que no te dabas cuenta,
que el corazón sólo siente y la cabeza sólo piensa.
No importa, no sufras, por fin te das cuenta:
te has ganado un ramo de flores amarillas.
Es destructivo torturar al corazón forzándolo a pensar;
el corazón no piensa, sólo siente.
Es destructivo torturar a la mente forzándola a sentir;
la mente no siente, sólo piensa.
Y en ese sentir descubrí que esa locura
tiene otra cara de la moneda,
que consiste en creer que puedes odiar
lo que has querido. Es falso, hasta repetirlo.
Es una inútil y dolorosa pérdida de tiempo.
Es mejor que comprendas, que nunca dejarás de querer
a quien has querido, ni dejaras de ser querido.
Es una cuestión cuántica, y supongo que es pendular.
Eso lo sabe el corazón. Cuando tengas esa clase de dudas,
habla con él, escúchalo.
La cabeza te convence siempre de jugar a que nada te importa.
Cuando comprendes que no puedes poner a competir más,
a tu cabeza con tu corazón; te haces conciente y despiertas.
Y recuerdas,
que el corazón sólo siente
y la cabeza sólo piensa.
Y aprendes,
que no es defecto,
es una cualidad.
Es la piedra
que sostiene
el equilibrio.
Hay una enfermedad mortal, que roza la locura,
cuando te das cuenta que no te dabas cuenta,
que el corazón sólo siente y la cabeza sólo piensa.
No importa, no sufras, por fin te das cuenta:
te has ganado un ramo de flores amarillas.
Me saco el sombrero de copa y me inclino a tu paso;
lo que escuchas son las palomas a tu paso,
celebramos todas juntas tu hallazgo.
Hay una paz monumental -que nada la supera-
cuando por fin, te das cuenta que no te dabas cuenta,
que el corazón sólo siente y la cabeza sólo piensa.
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Enviado por: Verenice Naranjo G. Cd. de México, 2008
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