Debemos profundizar en «la mentalidad chauvinista» que ha definido el uso del término hombre para referirse a todo el género humano -excluyendo a la mujer- y descrifrar cuál es la imagen de mujer, de «negro» o de «judío» que tienen en su mente. Esta es la razón que me induce a escribir sobre la pornografía. La pornografía -que, en palabras de la poetisa Judy Grahn, es la «poética de la opresión»- es la mitología de esa mentalidad. Si logramos comprender las imágenes que pueblan ese tipo de mentalidad podremos cartografiar su orografía y llegar incluso a predecir los caminos que se abren ante ella.
Este es un asunto de capital importancia ya que, hechizados por dicha mentalidad -una mentalidad, por otra parte, de la que todos participamos en una u otra medida- creemos que lo que nos ocurre es fruto de nuestro destino. Es por ello que hemos llegado a considerar que algunas de las plagas que asolan a nuestra civilización -como la rapiña o el holocausto, por ejemplo- forman parte de nuestro sino. Creemos que hay algo oscuro y tenebroso en el alma humana que ocasiona la violencia hacia nosotros mismos y hacia los demás. Culpamos a nuestra naturaleza -y a la naturaleza en general- de las decisiones tomadas por la cultura. Sin embargo, cuando observamos más detenidamente el sentido de la pornografía nos damos cuenta, por el contrario, de que la cultura no sólo ha rechazado con violencia a la naturaleza sino que, con mucha frecuencia, ha adoptado ante ella una actitud revanchista.
A medida que vayamos estudiando las imágenes que nos proporciona la mentalidad pornográfica iremos comprendiendo el sentido de su iconografía. Veremos así que, en la pornografía, el cuerpo atado, sometido, maltratado e incluso asesinado de la mujer son símbolos del poder de la naturaleza, un poder temido y odiado por la mentalidad pornográfica. Descubriremos también que para la mentalidad pornográfica «la mujer» representa -como el «judío» para el antisemita o el «negro» para el racista- la parte escindida de su alma, esa dimensión de su ser que preferiría negar y relegar al olvido, y comprenderemos que el reconocimiento de esa parte escindida de su alma conlleva la recuperación de eros.
Tanto la iglesia como la pornografía han elegido la misma víctima para proyectar este conocimiento reprimido. Ambas modalidades culturales han desdibujado cuidadosamente la verdadera naturaleza del ser de la mujer y la han convertido en una pantalla en blanco sobre la cual proyectar todo aquello que los hombres niegan de sí mismos. Pero la mujer, como veremos, no es una víctima accidental. El cuerpo de la mujer evoca el tipo de autoconocimiento que el hombre no quiere afrontar y, por consiguiente, lo teme sin comprender que tiene miedo de lo que la mujer despierta en él. De este modo termina convenciéndose de que la mujer es el mal. Como dijo Karen Horney: «Todo hombre intenta desembarazarse de su miedo a la mujer convirtiéndola en un objeto». En este sentido la pornografía constituye el ejemplo más palpable de esa «objetivación». Escuchemos las palabras de Sade: la mujer es «una criatura miserable, siempre inferior, menos elegante que el hombre, menos ingeniosa, menos inteligente que él... su repugnante forma es precisamente todo lo opuesto de lo que gusta y complace a un hombre... una tirana,... sucia y peligrosa...»
El pornógrafo, al igual que el sacerdote, odia y rechaza a una parte de sí mismo. Ambos repudian el mundo físico y su propia materialidad, ambos desprecian el conocimiento de su propio cuerpo. Su tentativa, sin embargo, está condenada al fracaso porque sus mismos deseos les recuerdan continuamente el cuerpo. Así pretende despojarse de un aspecto de sí mismo que, por otra parte, desea. Está atrapado en una contradicción insalvable, odiar, temer y aborrecer lo que anhela. Su lucha es interna pero, en lugar de ello, cree que su lucha es contra la mujer. Por ello proyecta en el cuerpo de ésta todo su temor y todo su deseo. Al igual que ocurre con la ramera de Babilonia en la iconografía católica, el cuerpo de la mujer atrae al pornógrafo y al mismo tiempo despierta su desdén.
En un folleto publicitario podemos ver dos imágenes familiares representando un drama ancestral. Un espantoso negro amenaza a una voluptuosa blanca. El vestido de la mujer parece desgarrado y entre los jirones de su falda asoma la desnudez de un muslo. Su blusa descompuesta muestra también sus hombros al aire. La mujer escapa mirando con terror hacia atrás. El cuerpo del hombre es enorme y tiene el aspecto de un simio. La expresión de su rostro parece la encarnación misma de la brutalidad, la mezquindad y la lujuria. A pie de foto leemos «Conquista y educa» y sobre ella un texto que advierte al lector contra los peligros del adulterio.
En el núcleo de la imaginación del racista se oculta también una fantasía pornográfica: el espectro del mestizaje. La imagen de un hombre de tez oscura que trata de violar a una mujer rubia constituye la encarnación misma de lo que más aborrece el racista. Esta fantasía se apodera continuamente de su mente. Hay quienes afirman que la mentalidad racista utiliza las imágenes pornográficas para manipular la mente de los demás pero lo cierto es que las imágenes que utiliza parecen manipularle exclusivamente a él y, en esa medida, podemos sospechar que juegan un importante papel en la génesis de su ideología.
Sabemos que el sufrimiento que experimentan las mujeres en una cultura pornográfica es formal y cualitativamente diferente del que experimentan los negros en una sociedad racista o los judíos en una antisemita (y también sabemos que el desprecio hacia la homosexualidad afecta de manera diferente a la vida de mujeres y hombres al margen de los roles sexuales tradicionales). A pesar de todas estas diferencias, sin embargo, podemos observar fácilmente que la imagen de un hombre o una mujer de color que tiene el racista, la que tiene el antisemita de un judío y de una mujer el pornógrafo son muy parecidas entre sí. Las tres son creaciones de la misma mentalidad, la mentalidad chauvinista, una mentalidad que proyecta en los demás lo que teme de sí misma, una mente que se define en base a lo que odia.
Los negros son estúpidos, perezosos y animales. Las mujeres son irracionales, no piensan, están mucho más atadas a la tierra. Los judíos son avariciosos y retorcidos. Las prostitutas. Las ninfómanas. Los deseos carnales de las mujeres insaciables. Las vírgenes. Los esclavos dóciles. Los judíos afeminados y usureros. Los africanos, «comilones insaciables» lascivos y sucios. Las mujeres negras: «Esas mujeres, negras como el hollín, expertas en las artes de Venus que hacen del amor un arte y conceden sus favores sin ningún problema». Los judíos se entregan a orgías sexuales y practican el canibalismo. Los judíos y los negros están sexualmente superdotados. Así de sencillo.
El famoso materialismo del judío, el negro y la mujer. La mujer que despilfarra las tarjetas de crédito de su marido en sombreros. El negro que conduce un Cadillac mientras sus hijos se mueren de hambre. El judío prestamista que vende a su hija. «No hay nada más insoportable que una mujer rica» -dice Juvenal. En un texto pornográfico del siglo dieciocho el autor describe a su heroína diciendo que «tenía un ingenioso cerebro pequeño burgués» y en una novela pornográfica contemporánea el protagonista mata a su mujer porque «ella prefería a los chicos que conducen Cadillacs». El apetito insaciable. El negro que despoja de su trabajo al blanco o la mujer que se lo roba al hombre.
Una y otra vez, el chauvinista dibuja un retrato de los demás que sólo nos recuerda las partes que ha enajenado y ocultado de su propia mente. El otro tiene apetitos e instintos, el otro tiene un cuerpo, el otro lleva una vida emocional descontrolada. De este modo, después de negar ciertos aspectos de su Yo, la mentalidad chauvinista construye un falso Yo con el que identificarse.
Dondequiera que tropecemos con la idea racista de que el otro es un ser malo o inferior descubriremos también la presencia de un ideal racial que considera al propio Yo como algo superior, bueno y justo. Ese fue precisamente el ideal racial de los esclavistas sureños. Los blancos se consideraban a sí mismos los custodios de las mejores tradiciones de la civilización, el último baluarte de la cultura. Es por ello que la mentalidad aristocrática sureña estaba engalanada de pretensiones, dignidad, buenos modales y ceremonias de ascensión social.
El hombre sureño atribuyó todos los defectos a las mujeres y los hombres de color adjudicándose, al mismo tiempo, todas las virtudes. En su opinión era «caballeroso», «magnánimo» y con una «honestidad» que emanaba del «brillo de su poderosa e impávida mirada». Era honorable, responsable y, por encima de todo, un aristócrata.
El antisemita, por su parte, establece el mismo tipo de polaridades y se ve a sí mismo adornado con las virtudes del ario: atractivo, valiente, honesto, en una palabra superior, tanto física como moralmente. Esta polaridad, sin embargo, nos resulta muy familiar. Nuestro aprendizaje del ideal masculino -como opuesto al femenino- comienza casi desde el mismo momento del nacimiento. Se nos enseña muy pronto que los hombres son más inteligentes y más fuertes que las mujeres. El protagonista masculino de la iconografía pornográfica -el ario hitleriano, por ejemplo- disfruta de una honradez moral intrínseca que le permite comportarse de manera amoral con las mujeres. Desde su propio punto de vista él es el miembro más valioso de todas las especies. Como decía el marqués de Sade, «la carne de la mujer», como la «carne de cualquier hembra», es inferior.
La mentalidad chauvinista utiliza esta supuesta superioridad como excusa para explotar y esclavizar a quienes considera inferiores. Es por ello que algunos historiadores han llegado a la conclusión de que la ideología chauvinista existe únicamente para poder justificar la explotación. En nuestra opinión, sin embargo, este tipo de ideología tiene una razón de ser que parece consustancial a nuestra mente. Si investigamos más profundamente descubrimos que por encima de todo el chauvinista necesita creer en su propia mentira. No se trata pues tan sólo de una simple explotación social. En realidad, las mentiras de la mentalidad chauvinista nacen de donde nacen todas las mentiras, del deseo de escapar de la verdad. El chauvinista no puede afrontar el hecho de que se desprecia a sí mismo.
Esta es la razón por la que el chauvinista se niega obcecadamente a considerar siquiera la posibilidad de que el otro pueda ser igual que él. El chauvinista insiste, una y otra vez, en que él es muy diferente de los demás. Esta insistencia es el punto de partida y la esencia de todo su pensamiento. Hitler escribe con respecto a los orígenes de su antisemitismo:
Paseando por el centro de la ciudad tropecé con una figura vestida con una levita y largas trenzas cayéndole sobre los hombros. Mi primer pensamiento fue: ¿es esto un judío?... pero cuanto más miraba su estrafalario aspecto la pregunta fue transformándose poco a poco hasta que se convirtió en otra: ¿es un alemán?... Por primera vez en mi vida compré un folleto antisemita.
La mentalidad chauvinista construye una imagen inventada de sí misma en la que representa al alma y al conocimiento de la cultura. De este modo, el objeto de su odio representa al Yo natural, al Yo rechazado, al Yo que contiene el conocimiento del cuerpo, un Yo, por tanto, carente de alma.
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Susan Griffin (EEUU, 1943 - ) Es feminista y autora de Voices; Rape: The Power of Consciousness; Woman and Nature: The Roaring Inside Her; Pornography and Silence: Culture's Revenge Against Nature y A Course of Stones: The Private Life of War (de próxima aparición). Reside en Berkeley, California.
Extracto de Pornography and Silence, de Susan Griffin.
Copyright © 1981 by Susan Griffin.
Extracto de Pornography and Silence, de Susan Griffin.
Copyright © 1981 by Susan Griffin.
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