(extracto del libro La Inteligencia Fracasada)
El siguiente criterio parece definitivo: siento que amo a una persona por la alegría que experimento cuando está presente.
Ésta fue la definición que Spinoza dio del amor: «El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior» (Ética, III, prop. LIX). Ahora sí que parece que hemos dado en el clavo y con la clave. Si la alegría es la experiencia de que mis proyectos y fines se van realizando, amar a una persona es darse cuenta de que ella constituye la realización de mis metas, de que resulta imprescindible para la consecución de mis anhelos. Por eso ocupa un papel tan importante en la vida del amante: es su culminación.
Lo único que no me deja tranquilo es que una persona tan perspicaz como Kant ponía el amor en todo lo contrario. Amar no es el sentimiento que me une a aquellos que son imprescindibles para mis fines, sino que amo a una persona cuando sus fines se vuelven importantes para mí. En el concepto spinoziano de amor hay todavía un protagonismo exclusivo del Yo, del amor propio, que necesita ser aclarado porque a veces coexiste con sentimientos muy poco amorosos.
Un sádico puede sentir una gran alegría al someter a su víctima. Tal vez se reconozca irremediablemente sometido a su influjo, y hasta es posible que cumpla todos los demás criterios amorosos -interés, intensidad, desdicha por su ausencia, placer por su presencia-, pero la satisfacción tiene su origen en el sufrimiento de la otra persona. Y eso sólo puede llamarse amor si estamos dispuestos a confundir para siempre su significado.
Hay un efecto del amor más profundo que la alegría. Me refiero a esa plenitud un poco vaga que expresamos con frases tópicas como «da sentido a mi vida», «justifica mi existencia», y cosas así. Le dejo a Sartre que se lo cuente.
Ya he dicho que para Sartre la relación con el Otro aparece en la mirada, y en la mirada amenazante, sobre todo. El prójimo me mira y como tal retiene el secreto de mi ser. Sabe lo que soy. Así el sentido profundo de mi ser está fuera de mí, aprisionado en una ausencia: el prójimo me lleva ventaja. Este comienzo, que reduce el amor al amor de un avergonzado ontológico, lleva a un callejón sin salida, porque ante la capacidad del prójimo para anular mi propio ser sólo cabe adoptar dos posturas: volverme contra el prójimo, para, a mi vez, hacerle depender de mi mirada, o intentar asimilarme su libertad. Ésta es la solución amorosa. El amor va a librarme de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la relación con los demás.
Así se produce la gran transmutación, el gran sosiego. «En vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa protuberancia injustificada e injustificable que era nuestra existencia, en vez de sentirnos de más, sentimos ahora que esa existencia es recobrada y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta a la cual al mismo tiempo condiciona y que nosotros mismos queremos con nuestra propia libertad. Tal es el fondo de la alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentirnos justificados de existir.»
Para Sartre, este hermoso panorama es un espejismo, y la razón que da es muy curiosa. Para que el amor de otra persona justifique nuestro ser, debe mantenerse como subjetividad no complicada, como un ojo divino que desde su lejanía nos justifica amorosamente. Pero he aquí que ese ser amante, si verdaderamente ama, quiere ser, a su vez, amado. Y esto, a Sartre, le parece contradictorio. «Yo exijo que el otro me ame y pongo por obra todo para realizar mi proyecto; pero si el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo; yo exigía de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndose como pura subjetividad frente a mí; y desde que me ama, me experimenta como objeto y se abisma en su objetividad frente a mi subjetividad.»
Sospecho que Sartre fue un impostor.
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José Antonio Marina (España, 1939 - ) Catedrático excedente de filosofía en el instituto madrileño de La Cabrera, Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia, conferenciante y floricultor. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, teniendo por compañero a su amigo y también escritor Álvaro Pombo. Durante ese tiempo leyó apasionadamente a Unamuno, fundó varias revistas y dirigió varios grupos teatrales. Colabora en prensa (Suplemento cultural Crónica de El Mundo, El Semanal etc.), radio y televisión. En los últimos años ha participado en tertulias y debates en Radio Nacional de España. Ha escrito ensayos y artículos periodísticos. Paralelamente a su labor ensayística, Marina se encuentra comprometido con el proyecto de impulsar una "movilización educativa" cuyo propósito es involucrar a toda la sociedad española en la tarea de mejorar la educación mediante un cambio cultural que aproveche la preocupación, la generosidad, la energía y el talento de miles de personas dispuestas a colaborar.
MARINA, José Antonio | La inteligencia Fracasada | Ed. Anagrama | España | 2004
MARINA, José Antonio | La inteligencia Fracasada | Ed. Anagrama | España | 2004
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