sábado, 12 de abril de 2008

Año 1 | Número 1 | Primavera 2008

por Adrián Franco

«No debemos creer a los muchos que dicen que sólo se ha de educar al pueblo libre, sino más bien a los filósofos que afirman que sólo los cultos son libres»
Discursos

Epicteto

Filósofo romano nacido esclavo

La inspiración y la curiosidad, palabras hermanadas en el terreno de la lógica, comparten apenas un atisbo de concordancia en el mosaico habitual de la vida moderna. En una época como la nuestra, donde el desarrollo vertiginoso de la tecnología y las comodidades que de ella resultan se han convertido en el principal objeto de la curiosidad colectiva, el espacio propio para la reflexión y el análisis ha quedado supeditado a la satisfacción no por descubrir, sino por convertirnos en simples usuarios de un torrente interminable de novedades comerciales, y a menudo transitorias.

A fuerza de la costumbre, se ha fortalecido la idea de que la cultura sirve sólo para alimentar egolatrías y despreciar todo aquello que se encuentre fuera del ámbito del arte y el conocimiento. Nada más equivocado que esto. Por el contrario, la cultura invita a la reflexión, y en consecuencia cobra un efecto inmediato sobre muchas otras facetas de la convivencia social. La cultura reflexiva nos conduce a ser críticos y también autocríticos, despierta la curiosidad y el interés por aprender cuestiones innovadoras, amplía nuestros criterios y facilita la comprensión de puntos de vista diferentes al propio, estimula la imaginación y transforma la pasividad y el conformismo en creatividad no sólo para el arte, sino para la vida cotidiana.


Pensar que la búsqueda sistemática de certezas particulares para construir un saber general no es un quehacer fundamental de todo ser humano, es tanto como ignorar nuestra naturaleza moral, derivada de la mezcla de razonamientos éticos en contraposición a nuestros sentimientos y pasiones. Para Platón, la ausencia de un examen permanente a nuestras vidas implica una vida que no merece vivirse. Dicho de otro modo, una persona que no somete a juicio sus dogmas mediante el arte de la reflexión se convierte sin saberlo en un ser esclavizado, cautivo en sí mismo.


En la Grecia antigua, el ágora comprendía la plaza pública, el punto de encuentro para el común denominador de las reuniones que en ella se celebraban, encrucijada para el litigio y el debate, foro abierto a las ideas donde las ciudades cobraban vida. Ágora surge como respuesta al llamado de la plaza pública de nuestros días. No pretende ser la voz, sino foro franco de todos aquellos pensadores que no van en busca de la grandilocuencia, sino por el contrario, un lugar más sencillo, más íntimo, donde lo que importa, por encima del nombre, sea la libertad del escrutinio y la reflexión.


Ágora es una ventana al interior de las ideas y al exterior de las fronteras, vínculo de estilos y tendencias artísticas, puente hacia el pasado para comprender nuestro presente y un lenguaje nuevo que no teme a las alturas. Sea este esfuerzo un grano más de arena en la tarea conjunta de la sociedad para hacer del arte y la cultura no la excepción, sino la regla. Sea Ágora un hábito entre sus lectores para convertirse en el objeto cotidiano de múltiples enseñanzas. ¿Y por qué no?, de múltiples interpretaciones.


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Adrián Franco (Cd. de México, 1976) Ingeniero y escritor. Ha publicado poesía y traducción en diversos medios impresos y electrónicos de México, e impartido talleres de creación literaria. Fundador del Grupo Cultural Ouroboros. Es editor de la revista Ágora.

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