Café Literario
Ante la duda, el vacío, la búsqueda infructuosa de una entelequia acorde al equilibrio de una sistematizada racionalidad, surge un paréntesis autocontemplativo en el que, más que afirmar o A descartar una definición reconfortante del ser, es el hueco mismo quien se nos presenta como la antesala hacia la búsqueda de una respuesta a nuestra condición estrictamente individual, libre y escéptica, inmune a códigos éticos que sugieran el cimiento y cúspide de una virtud moral concebida fuera de los límites de la capacidad de elegir. Antes que heredar una verdad para vivir, es preciso adoptar una idea en sí misma verdadera para quien se halle dispuesto a abrirse un camino propio en vez de andar la senda delimitada por modelos morales llamados por costumbre universales, aún cuando no fueron diseñados ni especificados para hacer del individuo juez ante su diferenciación rigurosamente personal del bien y del mal basado en la sumatoria de los diversos factores de su experiencia de vida. La elección moral, entonces, toma su lugar en el conjunto universo de posibilidades del libre albedrío, y así, por más subjetivo que pudiera parecer el propósito ideal por el cual un individuo está dispuesto a vivir (o incluso a morir), el juicio sobre éste carece de trascendencia si sólo se le aborda desde el ángulo de un observador inmóvil, ajeno del sentido primordial de la voluntad del otro. Son estas cuestiones las que inspiraron el movimiento filosófico más influyente de los siglos XIX y XX, si bien, desde Platón, nociones en pos de la perfección moral han sido puestas sobre la mesa de la discusión del sentido ontológico del ser humano. ¿Y nuestro tiempo? Cuál es el sentido de la búsqueda existencialista para una sociedad moderna, tecnificada, demandante, ávida de ofertas para elegir en un caldo de cultivo donde la libertad de pensamiento y elección, más que un objetivo, fungen como un bien, es decir, la lucha por ser se desarrolla con mayor ahínco en la arena del tener. La respuesta, tal como lo proponen las diversas corrientes existencialistas, se encuentra en el individuo y lo que éste decide hacer con su propia libertad, en tanto sea conciente y responsable de sus fundamentos, sus motivaciones y los alcances de sus consecuencias, y es quizá ésta la variable indicada para predeterminar el valor ontológico del tejido social contemporáneo: en un mundo saturado por información a la que es posible acceder con —literalmente— tan solo extender la mano, ¿estamos dispuestos a asumir el grado de responsabilidad implícito en el conocimiento de todo ello?
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Ante la duda, el vacío, la búsqueda infructuosa de una entelequia acorde al equilibrio de una sistematizada racionalidad, surge un paréntesis autocontemplativo en el que, más que afirmar o A descartar una definición reconfortante del ser, es el hueco mismo quien se nos presenta como la antesala hacia la búsqueda de una respuesta a nuestra condición estrictamente individual, libre y escéptica, inmune a códigos éticos que sugieran el cimiento y cúspide de una virtud moral concebida fuera de los límites de la capacidad de elegir. Antes que heredar una verdad para vivir, es preciso adoptar una idea en sí misma verdadera para quien se halle dispuesto a abrirse un camino propio en vez de andar la senda delimitada por modelos morales llamados por costumbre universales, aún cuando no fueron diseñados ni especificados para hacer del individuo juez ante su diferenciación rigurosamente personal del bien y del mal basado en la sumatoria de los diversos factores de su experiencia de vida. La elección moral, entonces, toma su lugar en el conjunto universo de posibilidades del libre albedrío, y así, por más subjetivo que pudiera parecer el propósito ideal por el cual un individuo está dispuesto a vivir (o incluso a morir), el juicio sobre éste carece de trascendencia si sólo se le aborda desde el ángulo de un observador inmóvil, ajeno del sentido primordial de la voluntad del otro. Son estas cuestiones las que inspiraron el movimiento filosófico más influyente de los siglos XIX y XX, si bien, desde Platón, nociones en pos de la perfección moral han sido puestas sobre la mesa de la discusión del sentido ontológico del ser humano. ¿Y nuestro tiempo? Cuál es el sentido de la búsqueda existencialista para una sociedad moderna, tecnificada, demandante, ávida de ofertas para elegir en un caldo de cultivo donde la libertad de pensamiento y elección, más que un objetivo, fungen como un bien, es decir, la lucha por ser se desarrolla con mayor ahínco en la arena del tener. La respuesta, tal como lo proponen las diversas corrientes existencialistas, se encuentra en el individuo y lo que éste decide hacer con su propia libertad, en tanto sea conciente y responsable de sus fundamentos, sus motivaciones y los alcances de sus consecuencias, y es quizá ésta la variable indicada para predeterminar el valor ontológico del tejido social contemporáneo: en un mundo saturado por información a la que es posible acceder con —literalmente— tan solo extender la mano, ¿estamos dispuestos a asumir el grado de responsabilidad implícito en el conocimiento de todo ello?
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